Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
La reciente “moda tributaria” de establecer un nuevo impuesto sobre las “bebidas azucaradas”, es otro “progreso” de lo que la literatura anglosajona denomina “sin tax”. Su traducción necesaria, y evidente, es la de “impuesto al pecado”, y no es otra cosa que una ilustrativa definición de la creciente lista de gravámenes que se imponen sobre determinadas actividades –hábitos de consumo– que se consideran “perniciosas” –normalmente para la salud–. Resulta interesante, por breve y conciso –como suele ser la mentalidad pragmática anglosajona–, un breve libro titulado “The Sin Tax: Economic and Moral Considerations”, cuyo autor es un sacerdote católico estadounidense llamado Robert A. Sirico.
Como decía, a los ya más que clásicos impuesto sobre el tabaco y el alcohol (que han subido, y aún se dice que “tienen margen” para seguir subiendo), la moral estatal y su “ingeniería social con impuestos” (en terminología de mi admirado Amancio L. Plaza) han identificado un nuevo baluarte: el consumo de bebidas que contienen “excesivo” azúcar. Y ese pecado social se corrige, como no… ¡con un impuesto! Creativo ¿verdad?
Para añadir emoción al asunto, mientras Montoro lo anuncia, pero se lo piensa –junto con sus socios de gobierno–, llega Cataluña y adelanta por la derecha estableciendo su propio impuesto al respecto. Con lo que, una por otra, establece un precedente con el que conseguirá, si el Estado impone finalmente el mismo gravamen, la compensación económica por la merma recaudatoria derivada de la preferencia del impuesto estatal sobre el autonómico previamente establecido. Pero esa es otra cuestión, ya clásica en las Comunidades Autónomas más “diligentes” (ya pasó con el impuesto sobre los depósitos bancarios, como ejemplo más reciente).
No podemos, en este breve comentario profundizar en todos los detalles de esta sugerente cuestión. Pero sí plantear ciertas dudas necesarias, de carácter jurídico y económico, sobre estos impuestos en general. Que entendemos necesario para despejar su espurio planteamiento y confusión entre la bondad de su fin y su utilidad recaudatoria. En el fondo, un manifiesto ejemplo de “demagogia tributaria” pura y dura.
¿Son impuestos?
La finalidad recaudatoria
Desde una perspectiva jurídica, sorprende que su propio planteamiento político –y los estudios que sustentan su “utilidad”–, vienen a reconocer que estos impuestos no pueden ser impuestos. Porque suelen afirmar, sin pudor, que su finalidad no es recaudar sino “desincentivar” determinada actividad –consumo de determinados bienes–. Sin embargo, los impuestos tienen –y deben tener– como fin primordial recaudar para contribuir al sostenimiento de los gastos públicos –aunque puedan tener otros fines complementarios de política social y económica– (artículo 2 de la Ley General Tributaria). Luego, un impuesto sin dicho fin –primordial– es una contradicción en los términos, un “no impuesto” ¿y un engaño?
Lo cierto es que se puede acreditar y medir mejor lo que recaudan estos impuestos, que lo que contribuyen efectivamente a la mejora de la salud. Además, tampoco se puede ocultar que son “muy estimados” por su eficiencia recaudatoria, y la consecuencia de su contribución a la reducción del déficit. Hasta se “venden” a la Unión Europea como parte de la solución a nuestro problema económico ¿Cuál es, entonces, “su verdad”?
Opinamos –y sometemos al debate– que:
- La realidad es que sí contienen una finalidad recaudatoria esencial, y la salud (u otras “bondades”) es una especia de “excusa” social y política.
- De hecho, tienen gran interés recaudatorio, por su indudable eficiencia, precisamente porque está acreditada su escasa incidencia en la modificación de los hábitos de consumo. Dicho económicamente, la demanda de los productos gravados se muestra inelástica y, por tanto, lo que sucede al imponerlos y/o al elevarlos es que se recauda más, no que se consuman menos (se mejore la salud).
- Lo cual constituye un “riesgo moral” (moral hazard, de nuevo con la inevitable influencia anglosajona), al ser evidentemente incompatibles y excluyentes los fines de recaudar más con los de evitar los consumos perniciosos gravados. Es decir, desde el punto de vista de la salud, lo ideal es que el impuesto desapareciera –y su recaudación con él–, porque lo hubiera hecho el consumo de los productos perjudiciales para la salud. Pero entonces la finalidad impositiva quedaría defraudada… ¿qué prefiere realmente el legislador al servicio de los intereses de la Hacienda Pública?
- Con todo, está también más que acreditado –con independencia de que se pueda medir, conocer o reconocer más o menos–, que el encarecimiento que suponen las altas tasas de estos gravámenes, genera siempre mercados “paralelos”, o sea, “negros”. Con lo que se expulsa del sistema recaudatorio parte del mercado –con efectos no solo en la recaudación del propio impuesto especial, sino también de otros impuestos directos e indirectos generales–, además de crearse otro tipo de problemas propios de la ilegalidad de tales mercados.
¿Y los condicionantes constitucionales?
Con todo, y aun pudiendo ser verdaderos impuestos desde la perspectiva de la finalidad recaudatoria, el problema es que no puede ser un impuesto por sus condicionantes constitucionales. Pues la configuración de cada impuesto, y a través de la totalidad del sistema tributario, debe proyectarse sobre manifestaciones de capacidad económica, e inspirarse en los principios de igualdad y progresividad (artículo 31 del texto constitucional, y artículos 2 y 3 de la Ley General Tributaria). Luego, establecer un supuesto “impuesto” cuyo hecho imponible no constituye una manifestación de capacidad económica es, también, un contrasentido. Pero además es una medida legislativa inconstitucional. Y, realmente ¿el hecho de fumar indica, por sí, mayor capacidad económica que no hacerlo? ¿y beber vino o coca cola en lugar de otra bebida? ¿y beber coca-cola “normal” en lugar de “zero”? Evidentemente no.
Pensarán, con toda lógica, que si tal cosa fuera así ya debería ser conocida y haberse declarado por parte del Tribunal Constitucional. Pues lo mismo cabría pensar de la “plusvalía municipal” después de tantos años y resulta que tal cosa –la declaración de inconstitucionalidad– está sucediendo recientemente. Nunca es tarde si la dicha es buena…
También podrán decir que puede haber otras formas de luchar contra esos hábitos, como son la prohibición o la sanción. En efecto, pero llámese a las cosas por su nombre y, de paso, configúrense conforme a sus condicionantes legales propios.
La degeneración del sistema tributario
Y es que lo grave de esta forma de proceder –revistiendo de modernidad una auténtica “antigüedad tributaria”–, no está solo en el “detalle” legal y recaudatorio de estos impuestos, sino en el carácter sintomático de la degeneración del sistema tributario respecto de su ordenada concepción y configuración dogmática y legal. Se han abandonado los principios legales y la aspiración de la justicia tributaria, en aras del sacrosanto interés recaudatorio, en cuyo beneficio el Estado está legitimado para hacer cualquier cosa, y de cualquier modo. Así que, solo cabe espera que nos pille confesados –ante Hacienda, se entiende–.