Carpeta de justicia

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A la hora de comentar cualquier cuestión relacionada con la acción de responsabilidad individual, haríamos bien en andarnos con pies de plomo, porque se trata de un ámbito del derecho societario todavía polémico; y ello a pesar de que existe doctrina jurisprudencial fijada recientemente en varias sentencias del Supremo (tres de ellas dictadas en los últimos ocho meses). Dicho esto, nosotros vamos a dar nuestra opinión, incidiendo sobre un concepto de nuevo cuño y, todavía, desconocido alcance, pero sobre el que ha insistido el Alto Tribunal: el "esfuerzo argumentativo".

A los tradicionales requisitos de las acciones indemnizatorias -conducta antijurídica, daño y nexo causal-, la doctrina y jurisprudencia habían añadido otras dos exigencias para el éxito de la acción individual: (i) que el ilícito desencadenante de la responsabilidad fuera orgánico y (ii) que el daño se manifestase de forma directa sobre el tercero y no como mero eco del ocasionado sobre el patrimonio societario.

Pero lo que sobre el papel resulta más o menos sencillo, parece que no lo es tanto; al menos desde el seísmo provocado por la STS de 24-05-14 y su posterior réplica (STS 03-03-16), que establecieron la responsabilidad de los administradores por incumplimientos del deber de garantizar las cantidades anticipadas para la adquisición de viviendas.

Se decía en aquellas sentencias que el incumplimiento de lo ordenado en la Ley 57/68 (deber de garantizar las entregas a cuenta en compraventa de vivienda) cumplía todos los requisitos para determinar la responsabilidad de los administradores, pues:

  • se produce un comportamiento (activo o pasivo) antijurídico;
  • en a conducta del administrador interviene dolo o culpa;
  • se trataba de un ilícito orgánico;
  • el daño –pérdida de las cantidades- estaba causalmente relacionado con la no entrega de las garantías que imponía la Ley;
  • el daño era padecido de forma directa por los actores.

Aquella primera sentencia -STS 24-05-14- vino a unificar los criterios contradictorios de varias audiencias, pero si no se era cuidadoso con la fundamentación conducente al fallo, se corría el evidente riesgo de fomentar la proliferación de demandas en exigencia de responsabilidad personal de los administradores ante cualquier incumplimiento de la sociedad. Quizá por ello, intuyendo el efecto llamada y las futuras dificultades que podrían seguirse de la aplicación de esta doctrina, el Supremo se apresuró en advertir en ambas sentencias que no se admitiría un uso indiscriminado de la acción individual, por resultar esta vía contraria a los principios fundamentales de las sociedades de capital –separación de patrimonios-, subrayando, además, que no resultaba admisible colocar a los administradores sociales en una suerte de posición de garante frente a todo incumplimiento legal o estatuario de la sociedad, y mucho menos, por infracción de deberes contractuales de la compañía.

Pero como también debió intuir el Alto Tribunal, las meras advertencias no suelen ser suficientes para persuadir a algunos acreedores, por lo que también enfatizó que los casos allí resueltos -garantías de la Ley 57/68- no eran extrapolables a otros supuestos de incumplimientos del órgano de administración, y que en esas dos sentencias se había valorado tanto la infracción de una norma imperativa cuanto la especial situación de debilidad de los compradores que habían entregado su dinero para adquirir una vivienda:

“Pero en el presente caso, la responsabilidad directa de los administradores proviene del carácter imperativo de la norma que han incumplido y de la importancia de los intereses jurídicos protegidos por dicha norma.”

Sin embargo, este difícil equilibrio sobre el que se construye la doctrina del Supremo nos plantea numerosas dudas a la hora de valorar qué tipo de conductas antijurídicas son susceptibles de generar la responsabilidad del administrador y cuáles no. Ahora bien, en todos los supuestos examinados siempre se encuentra un denominador común: una infracción de los deberes básicos del administrador y, concretamente, del estándar de diligencia que les obliga a comportarse como un ordenado empresario (225 LSC) y un leal representante (227 LSC).

Y aquí puede estar una de las claves, puesto que a nuestro juicio, el requisito del comportamiento antijurídico se cumple sin necesidad de acudir a normas extrañas a la Ley de Sociedades de Capital, sino que basta con que se infrinjan los deberes básicos del administrador tal y como, por otra parte, señala el art. 236 LSC: “Los administradores responderán frente a la sociedad, frente a los socios y frente a los acreedores sociales, del daño que causen por actos u omisiones contrarios a la ley o a los estatutos o por los realizados incumpliendo los deberes inherentes al desempeño del cargo, siempre y cuando haya intervenido dolo o culpa.”

Para no alargar innecesariamente esta entrada, dejaremos para otro momento otros aspectos igualmente polémicos -y que siguen generando resoluciones dispares-, y nos centraremos en cómo ha resuelto el Tribunal Supremo el problema de la prueba relativa al nexo causal las dos últimas veces que ha tenido que enfrentarse a él.

En ambos casos, se trataba de depurar la responsabilidad del órgano de administración que, incumpliendo sus obligaciones legales, no había liquidado ordenadamente la sociedad, motivo por el que los acreedores demandaban la responsabilidad personal de los administradores con fundamento en la acción indemnizatoria -y no en la responsabilidad por deudas-.

En la primera de las sentencias, de 18-04-16, el Supremo desestima la acción individual porque no consta acreditada con la debida nitidez la relación causal entre el daño sufrido por la actora y la conducta antijurídica del administrador, llamando la atención que el ponente, D. Ignacio Sancho Gargallo, incida en que en la demanda debe hacerse un “esfuerzo argumentativo” del que en esta ocasión carecía el escrito inicial.

En la segunda resolución, de 13-07-16, tenemos al mismo ponente, sólo que esta vez la sentencia la dicta el Pleno de la Sala de lo Civil, y, curiosamente, llega a la solución contraria, atribuyendo las consecuencias negativas de la falta de prueba al administrador demandado, puesto que la actora, ahora sí, había cumplido con el esfuerzo argumentativo” :

De acuerdo con esta doctrina, si existe ese esfuerzo argumentativo y, al margen de la acreditación de los  hechos  en  que  se  funda,  resulta  lógica,  caso  de  quedar  acreditados,  la responsabilidad del administrador, debe  atribuirse  a  dicho  administrador  la  carga  de  la  prueba  de  aquellos  hechos  respecto de los que tiene mayor facilidad probatoria.”

Más nos vale a los letrados elaborar bien los argumentos en la propia demanda. Probablemente, a los concursalistas esta necesidad de realizar un “esfuerzo argumentativo” les recuerde de forma inevitable a aquella otra exigencia, la “justificación añadida”, acuñada por el mismo ponente en sede de calificación concursal. En aquel entonces lo que se había iniciado como un mero voto particular del ponente, se acabó transformando, primero, en sentir mayoritario del Alto Tribunal y, posteriormente, en norma positivizada en la nueva redacción del art. 172.bis LC.




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