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La decisión de España de paralizar la aprobación de la Ley de Acciones Colectivas en un momento crítico de su tramitación constituye un claro ejemplo de las profundas incoherencias en la política legislativa nacional. Este acto no solo refleja una falta de planificación estratégica, sino que pone de manifiesto la negligencia en la gestión de las obligaciones derivadas del Derecho de la Unión Europea, cuyos plazos y exigencias parecen ser ignorados con preocupante frecuencia. Tal como se desprende del contexto, esta omisión legislativa deja a los consumidores y usuarios españoles en una posición de desprotección que los sitúa a la cola de Europa en cuanto a mecanismos efectivos de litigación colectiva.

Debe tenerse presente que la Directiva (UE) 2020/1828 establece un marco normativo robusto y uniforme para la defensa de los intereses colectivos de los consumidores, exigiendo a los Estados miembros su transposición antes del 25 de diciembre de 2022 y su aplicación efectiva desde el 25 de junio de 2023. Este instrumento normativo europeo busca fortalecer la capacidad de los consumidores para emprender acciones colectivas frente a vulneraciones masivas de derechos, promoviendo así un acceso equitativo a la justicia y reduciendo las barreras que obstaculizan su ejercicio. Sin embargo, España, pese a haber presentado un proyecto de ley para cumplir con esta obligación, no ha sido capaz de concretar dicha transposición dentro de los plazos establecidos. Este retraso no solo implica un incumplimiento del Derecho de la Unión, sino que perpetúa una brecha significativa en el acceso a la justicia para los consumidores españoles.

En un ejercicio que podría calificarse como de manifiesta contradicción, la Exposición de Motivos del Proyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia afirma que "también la transposición de la Directiva (UE) 2020/1828 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de noviembre de 2020, se inspira en el principio de necesidad y eficacia, al cumplir la obligación de transposición con fidelidad al texto de aquélla, y con la normativa ya existente sobre este ámbito, introduciendo también mejoras para lograr un procedimiento judicial ágil y efectivo para la defensa de los intereses colectivos de los consumidores y usuarios". Estas palabras, que evidencian una voluntad legislativa inicial de alinearse con los objetivos comunitarios, contrastan de manera flagrante con la realidad de los hechos. La eliminación de la normativa del texto remitido al Senado no solo priva a los consumidores de una herramienta esencial, sino que además desacredita el propósito expuesto en el propio texto legislativo.

El retraso en la transposición de directivas europeas, especialmente en el ámbito de los derechos de los consumidores, no es una novedad en el caso español. Las sanciones económicas que la Unión Europea ha impuesto a España en situaciones similares evidencian que este tipo de omisiones tienen un impacto significativo tanto en términos financieros como reputacionales. Por ejemplo, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 25 de febrero de 2020, dictada en el asunto C-658/19, impuso a España una multa a tanto alzado de 15 millones de euros y una sanción diaria de 89.000 euros por la falta de transposición de la Directiva (UE) 2016/680. Este precedente subraya la gravedad del incumplimiento y las implicaciones económicas que conlleva, siendo los ciudadanos quienes, mediante sus impuestos, soportan el coste de estas sanciones.

En el caso de la Directiva (UE) 2020/1828, la situación se torna más compleja. La falta de transposición no solo genera un incumplimiento ante la Unión Europea, sino que priva a los consumidores españoles de los derechos que la norma europea les otorga. Mientras otros Estados miembros han avanzado en la implementación de esta normativa, garantizando un acceso más justo y eficiente a la justicia colectiva, España persiste en su pasividad, profundizando la desigualdad entre sus ciudadanos y los del resto de la Unión Europea.

La retirada de este texto prelegislativo también tiene un impacto directo en los operadores jurídicos. Los abogados, jueces y otros profesionales del Derecho ven cómo se amplía la inseguridad jurídica al no contar con un marco claro y específico para gestionar las reclamaciones colectivas. El vacío normativo dificulta la planificación de estrategias legales eficaces y alimenta la litigiosidad, ya que los ciudadanos y las asociaciones de consumidores buscan vías alternativas, muchas veces menos eficientes y más costosas, para hacer valer sus derechos.

Además, esta omisión legislativa refleja una preocupante falta de técnica jurídica en el diseño y ejecución de las políticas normas. El hecho de que se haya eliminado el capítulo correspondiente a las acciones colectivas del Proyecto de Ley remitido al Senado, pero que su inclusión se mantenga en la Exposición de Motivos, pone en entredicho la coherencia y seriedad de los legisladores españoles. Este tipo de errores no solo afectan la percepción pública del sistema legislativo, sino que también dificultan la aplicación de las leyes en los órganos jurisdiccionales, generando incertidumbre y complicando aún más el acceso a la justicia.

La paralización de la Ley de Acciones Colectivas no solo es un fracaso en términos legislativos, sino que representa un retroceso en la protección de los derechos de los consumidores y en el cumplimiento de las obligaciones internacionales de España. Las palabras de la Exposición de Motivos del Proyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, que resaltan la necesidad y eficacia de esta transposición, contrastan dolorosamente con la realidad de una política legislativa que parece más interesada en sortear el corto plazo que en garantizar un marco jurídico sólido y coherente para sus ciudadanos.

España no solo pierde la oportunidad de alinear su sistema jurídico con el del resto de Europa, sino que perpetúa un modelo de gestión legislativa que prioriza intereses particulares sobre el bienestar colectivo. En este contexto, la ciudadanía, que debería ser la principal beneficiada por esta normativa, se convierte, una vez más, en la principal perjudicada, pagando con sus derechos y recursos los costos de una política legislativa insuficiente y fragmentada.




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