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La “perceptibilidad” es uno de los principios que el diseño de cualquier sistema tributario ha de perseguir y significa algo tan simple como que los impuestos han de ser perceptibles para los ciudadanos. Pero la verdad es que, para los políticos, la perceptibilidad es muy incómoda. Nadie lo reflejó mejor que Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), jurista, economista y Ministro del Rey Luis XIV de Francia, al comparar los impuestos con el hecho de desplumar un ganso de manera discreta: “el arte de la imposición consiste en desplumar un ganso para obtener el mayor número de plumas posibles con el menor griterío posible”. La falta de perceptibilidad produce lo que Puviani denominó “ilusión financiera”, es decir, la falta de percepción ciudadana en el pago de los impuestos; esto es, lo que yo denomino “inconsciencia fiscal”; inconsciencia que tiene el pernicioso efecto de que el ciudadano solo es consciente de la parte “amable” del gasto público y no de su faceta más negativa: su coste. Y es obvio que si este se ignora, la demanda de mayor gasto público aumenta en la medida en que la “inconsciencia fiscal” aviva la idea de que “todo es gratis”.

Se habla, así, de educación pública “gratuita” o de sanidad “gratuita” y se reivindica con vehemencia y acierto que el Estado cubra las necesidades mínimas de las clases más vulnerables o que se reduzcan los precios públicos de determinados servicios, como por ejemplo, el transporte público o las “tasas universitarias”; en definitiva, la cultura de la gratuito o, lo que es lo mismo, la espiral creciente del gasto público. En este contexto, a pesar de que tenemos la acertada percepción de que pagamos muchos impuestos, no sabemos en cambio cuánto nos cuestan a cada uno.

La perceptibilidad de los impuestos, y la injusticia en su redistribución, han suscitado en la historia no pocas revueltas sociales y han dado lugar, también, a conocidas melodías musicales de grupos tan importantes como The Beatles que, en su canción “Taxman”, denunciaban lo abusivo del impuesto británico sobre la renta. Tal vez por ello, la generalización o masificación de este último impuesto se produjo con la simultánea introducción del mecanismo de las “retenciones” que facilita, precisamente, esa falta de perceptibilidad real de los impuestos hasta el extremo de que solo se visualiza su cara amable: la devolución. Pero lo cierto es que, cuando la perceptibilidad se impone, el rechazo a los impuestos es automático. Fijémonos, sino, en qué impuestos son los que en nuestra sociedad producen un rechazo más visceral. Se trata, curiosamente, de tributos irrelevantes en términos recaudatorios como el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, el Impuesto sobre el Patrimonio, o el IBI; tributos que, siendo cierta su inequidad, su principal inconveniente es que se “soportan” a pecho descubierto y, en lugar de exigir su reforma, se reclama con vehemencia su eliminación. Para contrarrestarlo, se acude a la socorrida técnica de que “los ricos” no pagan, que, siendo cierta, hay que matizar y contextualizar; técnica que se complementa con la socorrida alusión al “fraude” como el origen de todos los males, “demonizando” a las empresas como si se tratara de unos seres perversos que lo único en que piensan es en defraudar. Pero la verdad oculta es que todos los impuestos, o caso todos, los soportan los ciudadanos de a pie. Los impuestos se confunden así con los precios hasta su imperceptibilidad real para el ciudadano. Desde el IVA hasta los impuestos especiales, pasando por otros muchos tributos que, al integrar el coste de las empresas, se nos repercuten vía precio. A todo ello hay que añadir el “troceamiento” de la carga fiscal en muchos y muy variados tributos. Cuantos más existan, menor es su perceptibilidad global a título individual. La ilusión fiscal y ese hábil fraccionamiento, junto a la demagogia de los políticos, permite que el éxito de nuestro sistema se base en la inconsciencia fiscal.

La reflexión es obvia. ¿Qué ocurriría si los impuestos fueran perceptibles?; o mejor, ¿qué ocurriría si fuéramos conscientes de lo que cada uno de nosotros pagamos? La respuesta creo que es obvia. En la medida en que la cultura tributaria real de nuestro país es prácticamente inexistente, el rechazo al pago de los impuestos se convertiría en un problema social de primera magnitud; los problemas de fraude serían muy importantes y la tarea de recaudación tan ingrata como compleja. En positivo, el esfuerzo pedagógico de los políticos aumentaría, no habría lugar para los mediocres, la realidad al descubierto desplazaría en parte a la demagogia, y, lo que es más importante, la valoración por parte de los ciudadanos del coste y del nivel de calidad de los servicios públicos sería mucho mayor y más exigente. Si esto es así, y seguramente para muchos de los lectores no lo es, hay que preguntarse qué falla en nuestra sociedad. Y la respuesta, además de vincularla a un modelo tributario agotado y que se percibe como injusto, hay que focalizarla en el fracaso del proclamado Estrado del bienestar “gratuito” y sus nefastas consecuencias; modelo que, bajo el manto de la falta de perceptibilidad y de la demagogia, fomenta una espiral de gasto público incontrolado además de mayores exigencias de derechos “gratuitos”, olvidando que la tan de moda transparencia exige perceptibilidad. ¿Estamos preparados para ello?




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