ACAL Abogados y Consultores de Administración Pública
Hace ahora, casi cuarenta años, se dictaba la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio Reguladora de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio que procedía al desarrollo de las previsiones constitucionales derivadas del artículo 116 CE. Una previsión constitucional no extraña, más bien habitual, en nuestro ordenamiento constitucional (CARRO).
La norma, así como su previsión constitucional, tienen un origen que encuentra una clara influencia en las previsiones que en Alemania se había realizado en la Ley Fundamental de Bonn y en el cuidadoso y detallado desarrollo que de la misma se hizo en 1968 y que, recordemos, encontraban su explicación en la negativa experiencia que la Constitución de Weimar había mostrado durante la etapa nazi y el intento indisimulado de limitar su aplicación tras esa vivencia.
La aplicación de la norma española, a la que ahora empezamos a estar tan acostumbrados a pesar de tratarse de un Derecho de excepción, había sido, como debe de ser, prácticamente inédita hasta ahora si salvamos el estado de alarma declarado, a través del Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se ordenó el cierre del espacio aéreo como consecuencia de la famosa huelga de los controladores aéreos y se consideró a estos como personal militar. Este caso, como se recordará, supuso un doble pronunciamiento del Tribunal Constitucional realizado por el Auto 7/2012, de 13 de enero y la Sentencia 83/2016, de 28 de abril de 2016 decisión, esta última, que abordó el rango y el valor de los Reales Decretos por los que se declaró el estado de alarma y su prórroga, así como el rango y valor de los actos del Congreso de los Diputados por los que se autorizó su prórroga en relación al derecho a la tutela judicial efectiva. En ésta se concluyó, al fin, que la decisión gubernamental tiene un carácter normativo, que alcanza rango de ley, en cuanto establece el concreto estatuto jurídico del estado que se declara y dispone la legalidad aplicable durante su vigencia, constituyendo también fuente de habilitación de disposiciones y actos administrativos.
Las polémicas sobre la adecuación constitucional de las medidas adoptadas en el caso de la pandemia sanitaria han hecho correr literalmente ríos de tinta física y virtual y, como también es conocido, el asunto también ha sido objeto de debate constitucional y pende sobre el mismo un recurso de inconstitucionalidad. El problema se deriva, en lo esencial, del alcance de las medidas que pueden adoptarse durante la vigencia del estado de alarma en el que como se sabe se puede, entre otras medidas, limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, pero en el que se ponen en cuestión si las medidas adoptadas en virtud de los Reales Decretos que, a propósito de la crisis sanitaria se han dictado, suponen o no una suspensión general del derecho fundamental a la libre circulación de las personas por el territorio nacional proclamado en el artículo 19 de la Constitución -posibilidad no admitida en el Estado de Alarma- o solo una limitación del mismo como ha puesto de relieve la doctrina (ALVAREZ GARCIA).
Sin entrar a valorar dicha cuestión, doctores tiene la Iglesia, yo me ceñiré en este comentario a dar cuenta de las también polémicas sanciones impuestas como consecuencia de esas declaraciones de emergencia efectuadas que también han sido cuestionadas en el fondo y en la forma.
1.Las posibles opciones para garantizar el cumplimiento de las medidas adoptadas
Cómo se sabe la decisión de los Reales Decretos dictados, como es suficientemente conocido, fue la de optar por no configurar un régimen sancionatorio propio, sino que se remiten a lo dispuesto en otras normas, a saber: «el incumplimiento o la resistencia a las autoridades competentes en el estado de alarma será sancionado con arreglo a las leyes». Y aquí surge la primera polémica, que no se centra en qué tipo de infracciones se pueden cometer como consecuencia del incumplimiento de las medidas adoptadas, sino en si se debía o no haber previsto un régimen sancionatorio propio. La doctrina ha estado dividida en este punto. Para unos ni dichas normas lo previeron, pero ni siquiera podrían preverlo (LOZANO), mientras que para otros (CANO) no sólo podía realizarse sino que hubiese sido más que conveniente su previsión y se hubiesen evitado las discusiones que se han suscitado como consecuencia de la tipificación de las infracciones que se ha realizado.
Y es que, en efecto, la tipificación efectuada, en base a la Ley de Seguridad Ciudadana, se ha tornado cuando menos en polémica y discutible. El lector avezado recordará las discusiones suscitadas en el seno de la Abogacía del Estado en torno a este punto y que, entre las distintas posibilidades exploradas en dicho Informe para sancionar las conductas que ignorasen las limitaciones efectuadas, parecían concluir en una preferencia por optar por la Ley General de Salud Pública dado que las limitaciones establecidas lo eran por una razón sanitaria. Y también se recordará lógicamente su posterior contradicción por el propio Ministerio del Interior que claramente optaría, a pesar de dicho informe, por la aplicación del régimen sancionatorio previsto en la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana y que sería completado con las Instrucciones del Ministerio del Interior (6 de abril de 2020) remitidas a las Delegaciones del Gobierno, que a fin de homogeneizar las actuaciones llevadas a cabo por las estas Delegaciones, han propuesto sanciones de 601 (desplazamientos no autorizados por ejemplo) a 10.400 euros (organización de festejos), según el tipo de conducta de que se tratase.
La cuestión no era baladí. Entre otras cuestiones la competencia para imponerlas y el propio procedimiento a seguir estaban en juego (en un caso competencia estatal y en otro autonómico fundamentalmente).
Ignoro las razones, aunque puedo imaginar algunas, que determinaron la opción por la normativa de seguridad ciudadana, pero lo cierto es que dicha tipificación no sólo no está siendo pacífica, sino que me temo, más allá de ello, que se está poniendo en jaque el propio poder sancionatorio del Estado ante graves situaciones de emergencia como la que transitamos. Y esto sí que es grave.
Y cómo no hay dos sin tres, otra polémica acontecida, como consecuencia de esa opción, radicó en determinar si decaían las infracciones no firmes tras el Estado de Alarma. De esta forma, para unos (LOZANO) si se reconoce a la autoridad gubernativa una competencia sancionadora directa singular durante el Estado de Alarma, se tendría que aplicar también lo dispuesto en el artículo 1º de la Ley Orgánica 4/1981 para las competencias sancionadoras otorgadas durante los estados excepcionales que regula, con lo que, al levantarse el estado de alarma tal competencia decaería en su vigencia y, con ella, «las concretas medidas adoptadas en base a ésta, salvo las que consistieren en sanciones firmes»; todas las sanciones que, por haber sido recurridas, no hubieran adquirido firmeza perderían por tanto su vigencia. Para otros, sin embargo (CANO) “Lo que el precepto (1.3. LOAES) quiere decir (aunque lo diga mal) es que si las autoridades competentes durante cualquiera de tales estados han impuesto sanciones” y estas no llegaran a ser firmes “se imputan a las autoridades competentes a todos los efectos (por ejemplo, su ejecución)”. “Mientras que, si no lo son, la competencia para tramitar los procedimientos sancionadores, imponer las sanciones procedentes o resolver los eventuales recursos administrativos retornaría a las autoridades ordinarias a las que aquéllas hubieran sustituido”.
En fin, como puede verse, nada ha sido pacífico en el ejercicio de esa potestad sancionadora, como tantas otras cosas en una situación de excepción, y finalmente dichas polémicas han terminando recalando en sede jurisdiccional.
2.¿Qué están diciendo los tribunales?: los problemas que suscrita la tipificación escogida.
La “desobediencia”, así a secas y a bote pronto, podría constituir tanto un delito como una infracción administrativa. El Tribunal Supremo, a este propósito, ha interpretado que para apreciar delito de desobediencia ha de observarse una simple resistencia activa por el ciudadano frente a la autoridad o, alternativamente, una resistencia pasiva, esta vez ya no simple, sino grave. Este delito de desobediencia limita, por debajo, con la infracción administrativa de desobediencia (resistencia pasiva simple, o resistencia pasiva no grave, a acatar la orden de un agente) y, por encima, con el delito de atentado a la autoridad del art. 550 CP (resistencia activa grave del ciudadano frente a la autoridad).
De sumo interés para deslindar entre la tipificación cómo sanción administrativa o delito es la interpretación de dicha cuestión efectuada por la Sentencia del Juzgado de lo Penal de Victoria-Gasteiz de 11 de mayo de 2020 (rec. 88/2020), que, analizando un caso de reincidencia, y tras hacerse eco de la doctrina sentada por el Tribunal Supremo en esta materia, argumenta que:
“el mero incumplimiento de las limitaciones derivadas del estado de alarma (esto es, y en el caso de autos de la obligación de confinamiento o de la limitación de la libertad deambulatoria) no implica automáticamente y per se, sino va acompañado de un plus en la conducta llevada a cabo, la comisión de en un delito de desobediencia grave a la autoridad o sus agentes, y ello aunque nos encontramos ante una persona que pudiera ser reincidente o reiterativa en tal actuación.
Tal forma de comportarse (es decir, encontrarse en la vía o espacio de uso público, infringiendo la limitación de la libertad de circulación de las personas establecidas por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo) podrá ser sancionada, a lo sumo y con ciertas dudas (si, como en el presente caso, no ha existido un requerimiento expreso e individualizado al ciudadano por parte de la autoridad o sus agentes para que cumpla las limitaciones impuestas por el estado de alarma), desde un punto de vista administrativo en base el artículo 36.6 de la Ley Orgánica 4/15, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana”
Para con posterioridad concluir que:
“En el supuesto de que la persona sea reincidente, lo procedente pudiera ser la imposición de una sanción económica mayor, teniendo en cuenta la graduación o los límites mínimo y máximo que para las sanciones prevé el artículo 39 de la Ley Orgánica 4/15, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana (así, las infracciones graves se sancionarán con multa de multa de 601 a 30.000 euros). Pero en ningún caso puede llegarse a una condena penal, por la presunta comisión de un delito de desobediencia grave, por el genérico incumplimiento del ordenamiento jurídico o de una norma por mucho que el mismo sea reiterado o cometido varias o múltiples veces, máxime cuando no haya existido un requerimiento expreso previo personal y directo al obligado a cumplir aquel, requerimiento en el que se indique claramente lo que debe o no debe hacerse y en el que se haga expresa advertencia de las consecuencias del incumplimiento. Y es que la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha indicado de forma reiterada que el delito de desobediencia solo podrá entenderse cometido cuando exista un previo requerimiento personal, hecho nominalmente a la persona concreta que supuestamente desobedece, para que modifique su comportamiento. Por lo que, en consecuencia, una desobediencia genérica a lo que dispone el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, o la normativa que lo complementa nos llevaría, en principio y a lo sumo, a la posibilidad de ser sancionado en el plano administrativo, pero no ante la jurisdicción penal”.
En materia sancionadora la discusión no ha sido menor. Ya doctrinalmente se había suscitado idéntica cuestión que en la sentencia de la que se ha dado cuenta más arriba y ciertamente es de hacer notar que existía una divergencia entre quienes consideraban que la mera inobservancia de las restricciones podía subsumirse en el tipo infractor de la desobediencia a la autoridad (AMOEDO) o los que mantuvieron que ésta subsunción solo se producía tras no obedecer un requerimiento como la mayoría de los autores que se han pronunciado sobre este punto han puesto de manifiesto.
Y dicha discrepancia se ha trasladado también a los tribunales dando una de cal y otra de arena. De esta forma, y a favor de la Administración, el Juzgado de lo Contencioso-administrativo N° 2 de Cáceres, en su Sentencia de 3 de noviembre de 2020 (rec. 62/2020), entre otras resoluciones que siguen una argumentación similar, explica que:
“Dice el recurrente que la comisión del tipo infractor exige un requerimiento previo por parte del agente denunciante según Jurisprudencia consolidada, acogiéndose a un Informe ad hoc que, con fecha 2 de abril de 2020, emitió la Abogacía del Estado. Sin embargo, parte el recurrente de un presupuesto equivocado al no distinguir entre la autoridad y sus agentes, distinción que sí realiza el tipo (se refiere al artículo 4.1.2 del RD 463/2020)”.
Y concluye, en base a dicho razonamiento, que:
“A la vista de dicha disposición, las conductas contrarias a lo dispuesto en dicho Real Decreto suponían desobediencia a la autoridad sin resultar necesario un previo requerimiento de un agente denunciante para que la comisión de la infracción administrativa quedara consumada”.
Otras muchas, sin embargo, no coinciden con dicha opinión. Por todas destacaremos por el interés de las argumentaciones efectuadas, la del Juzgado de lo Contencioso-administrativo n° 1 de Pontevedra, en su Sentencia de 24 de noviembre de 2020 (rec. 210/2020) que sigue ya la doctrina sentada en la SAN de 18 de diciembre de 2019 (rec. 1008/2018) y expone que:
“Obviamente, no se puede interpretar este tipo infractor en el sentido genérico de que sanciona cualquier incumplimiento de disposiciones normativas dictadas por la autoridad competente. En puridad sólo puede castigar la desobediencia o resistencia a órdenes cuya naturaleza jurídica no supera la de un mero “acto administrativo”. En ningún caso permite sancionar, de manera genérica, el incumplimiento de disposiciones normativas, de carácter general. Es necesario que entre el escalón normativo y el comportamiento del infractor concurra un elemento intermedio, esencial: un acto de concreción y singularización del mandato normativo mediante la comunicación de un requerimiento directo a una persona o grupo de personas concreto.
Se insiste en ello. El mero incumplimiento de una disposición de carácter general no se puede corresponder, per se, con la infracción de “desobediencia a la autoridad” tipificada en el artículo 36.3 LOPSC. De lo contrario nos hallaríamos ante un tipo infractor “en blanco” que permitiría sancionar directamente cualquier incumplimiento de cualquier ley o reglamento. En la práctica se trataría de un “fraude de ley” para eludir el referido principio de tipicidad rector de la potestad sancionadora”.
Y razona que:
“En el período de referencia las limitaciones de circulación habían sido establecidas por la autoridad competente en el ejercicio de sus funciones. Pero no mediante un mandato individualizado comunicado a las cinco personas aquí recurrentes inmediatamente antes del supuesto incumplimiento, sino por una disposición de carácter general dirigida de manera genérica a toda la población de España, con una vigencia que se prolongaría durante varios meses.
Se reitera la relevancia de discernir la naturaleza jurídica de ” acto administrativo” o d e “disposición de carácter general” (de rango legal o reglamentario, es indiferente), del mandato cuyo incumplimiento se pretende sancionar. Y se insiste en que por el cauce de la “desobediencia a la autoridad” tipificado en la LOPSC no se puede castigar la mera inobservancia de disposiciones generales. Esa práctica, sin lugar a dudas, vulnera los principios de legalidad, tipicidad y seguridad jurídica consagrados en nuestra Constitución, principios anudados a un derecho fundamental (art. 25 CE) que no se suspendió durante el estado de alarma.
Tampoco se puede olvidar que la infracción de “desobediencia a la autoridad” debe interpretarse y aplicarse en el contexto y para los fines de la concreta Ley en la que se inserta, la LOPSC, como ya se precisaba en el artículo 26.h) de la anterior Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana. Acierta plenamente la Abogada General del Estado en su Dictamen de 2 de abril de 2020 cuando concluye que las limitaciones de circulación establecidas en el artículo 7 del RD 463/2020 guardan un vínculo mucho más estrecho con la finalidad de protección de la salud ínsita a la normativa sectorial sanitaria ( artículo 27 Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública), que con la de protección de la seguridad ciudadana (artículo 3 de la LOPSC), disponiendo la primera de su propio régimen sancionador, cuya aplicación compete principalmente a la Administración de las Comunidades Autónomas”.
Rechazando la curiosa argumentación de la Abogacía del Estado que indicaba que los ciudadanos se encuentran, durante el Estado de Alarma, en una relación de sujeción especial. Dice así:
“A mayor abundamiento, cabe también señalar que no puede pretender escudar la Administración del Estado esta vulneración evidente y ostensible del principio de tipicidad, en la tesis de que durante la situación de estado de alarma los ciudadanos se hallan sometidos a una especie de ” relación de sujeción especial” (“sujeción excepcional”) con las Administraciones públicas, que permitiría inaplicar o atenuar los axiomas y garantías básicas rectoras de la potestad administrativa sancionadora.
En primer lugar, porque en nuestro Derecho administrativo las relaciones de sujeción especial (ad.ex. de un contratista con la Administración contratante, o de un abogado con su corporación profesional) posibilitan, en su caso, una flexibilización del principio de reserva de ley en cuanto al establecimiento de infracciones y sanciones. Pero nunca del principio de tipicidad: Las infracciones y sus sanciones deben hallarse siempre claramente definidas y predeterminadas de antemano (en los pliegos o reglamento del servicio público licitado, en el reglamento de la corporación profesional, etc). En la resolución sancionadora debe justificarse en todo caso la correspondencia del hecho infractor con ese tipo predeterminado.
En este concreto supuesto la controversia no guarda relación con el principio de reserva de ley (tanto la LOPSC como la normativa sectorial sanitaria aplicable alternativamente ostentan rango de ley), sino con el de tipicidad: si el incumplimiento imputado al ciudadano se corresponde o no con el tipo infractor regulado en el artículo 36.6 LOPSC. El debate resulta así ajeno a la cuestión de las “relaciones de sujeción especial”.
Y negándose a admitir que la situación pandémica justifique dicho proceder. Razona de esta forma que:
“La Administración del Estado invoca en este proceso, en justificación de su tesis, la necesidad de interpretar nuestro ordenamiento jurídico conforme a la realidad social del momento concreto en el que se impuso la sanción impugnada: Una crisis pandémica que obligó al Gobierno de la nación a imponer con premura, bajo la cobertura del estado de alarma, medidas draconianas para proteger la salud de los ciudadanos y evitar el colapso del sistema sanitario. Medidas que devendrían ineficaces sin una ágil reacción frente a sus incumplimientos.
Este argumento cae por su propio peso. El mencionado principio de tipicidad proscribe tanto la aplicación analógica de las normas definidoras de infracciones y sanciones, como su interpretación extensiva (artículo 27.4 Ley 40/2015 -LRJSP).”
Y la propia sentencia indica las distintas posibilidades que tenía el Gobierno para sancionar dichas conductas indagando en las razones para tal proceder. Explica, de esta forma y permítase la desmedida extensión de la cita que por su interés se reproduce, que:
“Existían varias alternativas, viables, factibles, sencillas, que habrían permitido aplicar un régimen sancionador adecuado a esos incumplimientos, garantizando la función de “prevención general” necesaria para afrontar la pandemia, con seguridad jurídica y sin violentar nuestro estado de Derecho:
La primera, y más sencilla, estableciendo un régimen sancionador específico sobre el incumplimiento del confinamiento sanitario. Un amplio sector de la doctrina considera que en el propio Real Decreto del Estado de Alarma se podrían haber definido con precisión las infracciones y sanciones. Con independencia de ello, sin género de dudas se pudo establecer mediante Real Decreto-Ley. Fue precisamente lo que hizo el Gobierno más adelante. Dictó el Real Decreto-Ley 21/2020, de 9 de junio, en cuyos artículos 31 y ss. clarificó el régimen sancionador del incumplimiento de las medidas adoptadas para hacer frente a la crisis sanitaria, remitiéndose a las normativas sanitaria y de prevención de riesgos laborales, y clarificando por ejemplo la tipificación de la infracción y sanción por el incumplimiento de la obligación de llevar mascarilla en la vía pública (infracción leve, multa de 100 euros).
También lo han hecho los gobiernos de varias comunidades autónomas, como el de la Valenciana, con su Decreto-ley 11/2020, de 24 de julio, en el que tipificó como infracción leve (artículo 5.5): ” El incumplimiento de una orden general de confinamiento decretado”. Y como grave (artículo 6.8) ” El incumplimiento del deber de aislamiento domiciliario acordado por la autoridad sanitaria competente o, en su caso, del confinamiento decretado, realizado por personas que hayan dado positivo en COVID-19″. O el de la Comunidad de Navarra, mediante su Decreto-ley Foral 9/2020, de 16 de septiembre, en el que tipificó como infracción leve: ” El incumplimiento de una orden general de confinamiento decretado por la autoridad sanitaria competente”.
Obsérvese que en ninguna de estas tres regulaciones de urgencia se identifica el incumplimiento de las limitaciones del confinamiento general (ordenado por la autoridad competente) con la infracción genérica de “desobediencia a la autoridad” tipificada en el artículo 36.6 LOPSC. Y que en las tres (incluido el RDLey estatal) se le atribuye la competencia para su sanción a las comunidades autónomas o a los ayuntamientos (dada su vinculación con la normativa sectorial de protección de la salud), y no a la Administración del Estado (al quedar descartada su conexión con la “seguridad ciudadana”).
Con toda evidencia se puede concluir que en los meses de marzo a junio de 2020 la Administración del Estado, pese a las advertencias en contra de la Abogada General del Estado, decidió proceder a sancionar por sí misma los incumplimientos de las limitaciones del confinamiento general, identificándolos de manera artificiosa y manifiestamente inadecuada con el tipo infractor de “desobediencia a la autoridad” de la LOPSC, por razones de “oportunidad” y “eficacia”, para no derivar esos expedientes a las Administraciones autonómicas, en las que realmente recaía y recae la competencia para sancionar infracciones en materia sanitaria. Al hacerlo así vulneró, como se ha dicho, el derecho fundamental reconocido en el artículo 25 de la Constitución, cuya vigencia no se suspendió con el estado de alarma”.
3.Conclusiones: ¿no sería preciso replantearnos la regulación realizada sobre los estados excepcionales?
Alguno de los autores mencionados (AMOEDO SOUTO) ha apuntado que la regulación española no puede ser bien entendida sino se explica teniendo en cuenta las inercias jurídicas del franquismo.
Quizás no esté exento de razón, pero a la vista de la problemática ocasionada con su efectiva aplicación (no sólo a propósito de las sanciones impuestas) y si tenemos en cuenta la diversidad de situaciones en que ésta normativa puede ser aplicada, merecería al menos la misma alguna reflexión. La emergencia se ha convertido en una nota característica de las sociedades contemporáneas que, por diversos motivos no homogéneos entre los que inclusive aparece la propia ruptura del orden constitucional, empieza a adquirir un carácter estructural de los ordenamientos actuales y repensar esta norma, tras la experiencias pandémicas y no pandémicas de los últimos años, si que merecería un debate sosegado. Temas como la delimitación y el papel de los distintos poderes públicos del Estado en estas situaciones, la eventual responsabilidad patrimonial que pueda derivarse de las medidas adoptados o, en fin, el propio régimen sancionador son aspectos que presentan amplios márgenes de mejora. En cualquier caso, y en lo que se refiere a este comentario, el Estado de Alarma no fue diseñado con la necesaria claridad como ha puesto de manifiesto la doctrina (por todos FERNÁNDEZ SEGADO).
En lo que se refiere al ordenamiento sancionador administrativo, por mucho que sucesivas resoluciones jurisdiccionales respecto de éste vayan progresivamente descafeinando las garantías de las que debe estar investido, se deben al menos predeterminar con claridad las conductas ilícitas y las sanciones correspondientes. Y esto debe realizarse de forma clara y precisa. Lo más precisa posible y sin interpretaciones “in peius”.
Las resoluciones jurisdiccionales que progresivamente se van conociendo -muchas menos lógicamente que las sanciones efectivamente impuestas que ya eran risibles si las comparamos con las denuncias efectivamente realizadas- dan cuenta de esta anomalía acontecida, de las carencias que esta regulación muestra y del escaso cuidado que los Reales Decretos dictados han puesto en esta materia.