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Muchas veces se habla en la prensa de decretos de un modo poco adecuado por no referirse en unos correctos términos a las normas aprobadas por el Gobierno, sobre los que, por motivos de jerarquía, producción de efectos e impugnabilidad, debe informarse con rigor. Los decretos-leyes y los decretos legislativos deben diferenciarse necesariamente de los reglamentos.

El artículo 24 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, dispone que las decisiones del Gobierno de la Nación y de sus miembros revisten las formas siguientes: a) Reales Decretos Legislativos y Reales Decretos-leyes, las decisiones que aprueban, respectivamente, las normas previstas en los artículos 82 y 86 de la Constitución, que son normas con rango de ley; b) Reales Decretos del Presidente del Gobierno, las disposiciones y actos cuya adopción venga atribuida al Presidente; c) Reales Decretos acordados en Consejo de Ministros, las decisiones que aprueben normas reglamentarias de la competencia de éste y las resoluciones que deban adoptar dicha forma jurídica; d) Acuerdos del Consejo de Ministros, las decisiones de dicho órgano colegiado que no deban adoptar la forma de Real Decreto; y e) Acuerdos adoptados en Comisiones Delegadas del Gobierno, las disposiciones y resoluciones de tales órganos colegiados, aunque tales acuerdos revestirán la forma de Orden del Ministro competente o del Ministro de la Presidencia, cuando la competencia corresponda a distintos Ministros; y f) Órdenes Ministeriales, las disposiciones y resoluciones de los Ministros. Por el mismo precepto, cuando la disposición o resolución afecte a varios Departamentos revestirá la forma de Orden del Ministro de la Presidencia, dictada a propuesta de los Ministros interesados.

En cuanto a los reglamentos, se debe decir que son normas aprobadas por las Administraciones Públicas que tienen un rango inferior a la ley, si bien es cierto que son varios los criterios de diferenciación que se aplican para distinguir entre los diversos tipos de reglamentos. La Sentencia del Tribunal Supremo 416/2013, de 1 de diciembre, determina que “son reglamentos ejecutivos los que la doctrina tradicional denominaba "Reglamentos de ley" y se caracterizan, en primer lugar, por dictarse como ejecución o consecuencia de una norma de rango legal que, sin abandonar el terreno a una norma inferior, mediante la técnica deslegalizadora, los acota al sentar los criterios, principios o elementos esenciales de la regulación pormenorizada que posteriormente ha de establecer el Reglamento en colaboración con la Ley, y, en segundo lugar, en que el Reglamento que se expida en ejecución de una norma legal innove, en su desarrollo, el ordenamiento jurídico”, de manera que no deben ser considerados ejecutivos “los Reglamentos "secundum legem" o meramente interpretativos, entendiendo por tales los que se limitan a aclarar la Ley según su tenor literal, sin innovar lo que la misma dice; los Reglamentos que se limitan a seguir o desarrollar en forma inmediata otros Reglamentos y los Reglamentos independientes que -"extra legem"- establecen normas organizativas en el ámbito interno o doméstico de la propia Administración ( SSTS de 13 de octubre de 2005 , Rec. 68/2003, de 11 de octubre de 2005 , Rec. 63/2003 , y 9 de noviembre de 2003 , Rec. 61/2003 )”, añadiéndose que “Los denominados reglamentos organizativos se limitan a extraer consecuencias organizativas, especialmente en el ámbito de la distribución de competencias y organización de los servicios, de las potestades expresamente reconocidas en la Ley ( STS de 6 de abril de 2004, Rec. 4004/2001 ), sin perjuicio de que pueda afectar a los derechos de los administrados en cuanto se integran de una u otra manera en la estructura administrativa ( STS de 27 de mayo de 2002, Rec. 666/1996 )”.

En cuanto a las normas con rango de ley que incluyen el nombre de decreto, debe hablarse sobre mayor extensión. La Sentencia del Tribunal Constitucional 51/1982, de 19 de julio, ya señaló que las Cortes Generales, en cuanto representantes del pueblo español, titular de la soberanía, son las depositarias de la potestad legislativa en su ejercicio ordinario, con arreglo a lo previsto en los artículos 66 y 1.2 de la Constitución. Sin embargo, la propia Constitución autoriza al Gobierno para que dicte normas con rango de Ley, bien por delegación de las Cortes mediante decretos legislativos o bien bajo la forma de decretos-leyes para otros determinados supuestos que aquí no interesan, en los términos de los artículos 82 y 86 de la Constitución.

Requisitos para el dicato de decretos

El dictado de decretos legislativos con el ejercicio por parte del Gobierno de la potestad de dictar normas con rango de ley previa delegación legislativa está sometido a unos requisitos formales contenidos en el artículo 82 de la Constitución que tienden a delimitarlo, encuadrándolo en un marco necesariamente más estrecho que aquel en el que se mueven las Cortes Generales en cuanto órgano legislador soberano, hecho del que se derivan dos importantes consecuencias pertinentes al caso que nos ocupa: a) que un precepto determinado que si emanara directamente de las Cortes no sería inconstitucional a no ser por oposición material a la Constitución, puede serlo si procede del Gobierno a través de un decreto legislativo por haber ejercitado aquél de modo irregular la delegación legislativa; b) que el Tribunal Constitucional cuando se someta a su control de constitucionalidad por la vía procesal adecuada, como lo es en este caso la cuestión de inconstitucionalidad, un determinado decreto-legislativo, debe conocer del mismo en razón de la competencia que le atribuyen los artículos 163 de la Constitución y 27.2 b) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y ha de resolver en base a criterios estrictamente jurídico- constitucionales cimentados en la necesidad de determinar, de una parte, si se han respetado los requisitos formales para el ejercicio de la potestad legislativa por vía delegada, y de otra, si el precepto o preceptos cuya constitucionalidad se cuestione es, por razón de su contenido, contrario a la Constitución. La aprobación de los decretos-leyes se puede llevar a cabo cuando concurra una extraordinaria y urgente necesidad, concepto incluido en la Constitución que no es, en modo alguno, “una cláusula o expresión vacía de significado dentro de la cual el lógico margen de apreciación política del Gobierno se mueva libremente sin restricción alguna, sino, por el contrario, la constatación de un límite jurídico a la actuación mediante decretos-leyes”, razón por la cual, este Tribunal puede, “en supuestos de uso abusivo o arbitrario, rechazar la definición que los órganos políticos hagan de una situación determinada”, como se infiere de las Sentencias del Tribunal Constitucional 100/2012, de 8 de mayo, 237/2012, de 13 de diciembre, y 39/2013, de 14 de febrero.

Los “decretos” de los que hablan profusamente en la prensa tienden a ser habitualmente decretos-leyes, como el que se aprobó con las primeras olas de los efectos económicos derivados de la guerra de Ucrania, al que ha seguido otro por la inflación y los problemas derivados por la insuficiencia de suministro de gas y electricidad que se avecina. Normalmente, se ha ido admitiendo el uso del decreto-ley en situaciones que se han calificado como “coyunturas económicas problemáticas”, para cuyo tratamiento representa un instrumento constitucionalmente lícito, en tanto que pertinente y adecuado para la consecución del fin que justifica la legislación de urgencia, que no es otro que subvenir a “situaciones concretas de los objetivos gubernamentales que por razones difíciles de prever requieran una acción normativa inmediata en un plazo más breve que el requerido por la vía normal o por el procedimiento de urgencia para la tramitación parlamentaria de las leyes”, atendiendo a las Sentencias del Tribunal Constitucional 31/2011, de 17 de marzo, 137/2011, de 14 de septiembre, y 100/2012, de 8 de mayo. La explicación de la causa de urgencia y necesidad no se puede basar, según la Sentencia del Tribunal Constitucional 104/2015, de 4 de mayo, en “la utilización de fórmulas rituales de una marcada abstracción y, por ello, de prácticamente imposible control constitucional”, considerando como tal, por ejemplo, la indicación de “la cambiante situación de la economía internacional”, aunque si se han entendido satisfechas las exigencias constitucionales cuando la situación de extraordinaria y urgente necesidad se define mediante “una precisa referencia a una concreta coyuntura económica que exige una rápida respuesta”, como ocurrió con la Sentencia del Tribunal Constitucional 142/2014, de 11 de septiembre.

Tras todo lo expuesto, tampoco existen muchas esperanzas de que los medios de comunicación general puedan corregir el mal empleo del término “decreto”. Sin embargo, siempre cabe desear que los ciudadanos puedan formarse en términos jurídicos básicos y comprender la realidad jurídica que se esconde tras las noticias que versan sobre los decretos-leyes para saber la importancia que tienen las implicaciones de la citada figura y todo lo que se esconde tras su nomen iuris.




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