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La pregunta concerniente a qué debe hacerse ante fenómenos delictivos propios de los tiempos que corren (tales como la delincuencia económica, la criminalidad organizada, el blanqueo o legitimación de capitales, así como la corrupción y el financiamiento al terrorismo) es una que, en realidad, tiene y debe tener diversas respuestas. No cabe duda que la respuesta tradicional y en la que quizá se piensa más rápidamente es la de su persecución y castigo mediante las herramientas pertenecientes al ámbito del Derecho penal.

Es así como desde hace algún tiempo se ha venido hablando de una “lucha” o “combate” contra tales formas contemporáneas de criminalidad, las que por lo demás se han visto facilitadas por un contexto mundial de globalización, la aparición de nuevas tecnologías y las ingentes cantidades de dinero que pueden derivarse de tales actividades ilícitas y delictivas. Por supuesto que los términos “lucha” y “combate” ostentan una carga semántica de una ineludible naturaleza bélica, es decir, que lo que se ha planteado, desde la respuesta punitiva o penal, es librar una “guerra” contra los mencionados delitos y quienes los perpetran.

Ahora bien, de forma paralela a esa visión puramente represiva, en que impera el recurso a la policía, el Ministerio Público, los tribunales penales y las cárceles, existe también, y es muy importante que exista y se fortalezca cada vez más, una respuesta de carácter preventivo.

Es bien sabido por quienes nos dedicamos al Derecho penal que éste siempre llega tarde, y no le queda otro remedio. Ello es así por cuanto el Derecho penal únicamente puede actuar cuando ya se ha cometido el delito de que se trate, vale decir, es necesario que se haya producido ya una acción que, por lo menos, ponga en peligro un bien jurídico protegido por las normas de aquel, cuya vigencia, al mismo tiempo, también se tutela y, mediante la imposición de la pena, se reafirma. Se trata, por lo demás, nada menos que de un principio fundamental inherente a todo sistema penal enmarcado en un Estado social y democrático de Derecho, a saber, el denominado principio del acto o de la objetividad material del hecho punible (nullum crimen, nulla pena sine actione).

Debe quedar claro, lo que es ratificado a la luz de lo antedicho, que mejor que esperar a que se cometa el delito y, por lo tanto, se quebrante la vigencia de la norma y se afecte un determinado bien jurídico, es evitar que ello ocurra.

No debemos llamarnos a engaño, sin embargo, en cuanto a que la prevención resulta menos atractiva para quienes han de tomar las medidas correspondientes para materializarla (por ejemplo, y de modo preponderante, el Estado), que el recurso al espectáculo de la pena, a la quema de las brujas, a utilizar los leones para que devoren a los infelices condenados a la damnatio ad bestias para entretener a las masas.

No obstante lo anterior, el punto que a veces, y más de las que se debería, se ignora, es que la prevención es mucho más productiva y eficiente que la represión. Basta, por ejemplo, pensar en los costos, materiales y humanos, inherentes al mantenimiento de los sistemas penitenciarios, a pesar de que estos de ninguna manera garantizan ni conllevan que los índices delictivos disminuyan, así como tampoco el tan popular aumento de las penas supone que, cual panacea, se dejen de cometer los delitos amenazados con las mismas.

En ese orden de ideas, siendo el delito un fenómeno que, como la Criminología lo ha evidenciado hartamente, es de carácter multifactorial en lo que a su etiología se refiere, es indudable que las medidas preventivas que deben tomarse en aras de mitigar o reducir su aparición han de ser múltiples (por ejemplo, desde lo educativo, lo económico, lo cultural, entre otros ámbitos involucrados).

Un mecanismo o instrumento que precisamente se encuentra orientado eminentemente hacia la prevención es el denominado Compliance o cumplimiento normativo, a través del cual se procura mitigar y gestionar adecuadamente los riesgos asociados a la comisión de delitos o actividades ilícitas en o a través de una empresa u organización. Como lo dejé señalado en mi libro “Criminal Compliance (Cumplimiento normativo penal y Derecho penal económico)” publicado en 2019, el Compliance se apoya en una serie de pautas o elementos que permiten reducir la materialización efectiva de los referidos riesgos, si bien, como apenas haría falta decirlo, subsistirán siempre los llamados “riesgos residuales”, dado que el riesgo cero no existe.

Ahora bien, a caballo entre la represión y la prevención, aunque más cerca de la primera que de la segunda, se encuentra una figura jurídica de aparición reciente (y se dice reciente desde una perspectiva histórica en que dos o tres décadas es muy poco), como lo es la llamada Extinción de Dominio que, en el caso de Venezuela, ha sido incorporada al ordenamiento jurídico el 28 de abril de 2023, al ser promulgada la Ley Orgánica de Extinción de Dominio. En España, por su parte, existe una figura análoga o equivalente, aunque su aplicación es mucho más limitada, a saber, el decomiso sin sentencia o sin condena, regulado en el artículo 127 ter del Código Penal español.

Como se sabe, dicha Extinción de Dominio implica la posibilidad de que el Estado suprima la titularidad de los bienes objeto de aquella por estar vinculados con actividades ilícitas (definidas en última instancia en referencia a conductas delictivas) sin que sea necesario que exista una sentencia o condena penal por la comisión de las respectivas conductas delictivas de que se trate.

Lo que en estas breves líneas quiere apuntarse es que entre el Compliance y la Extinción de Dominio puede y debe establecerse una relación importante, sin que pueda sin embargo sobredimensionarse o exagerarse la misma. En efecto, siendo que la Extinción de Dominio puede conllevar la pérdida de titularidad de los bienes que posee una empresa u organización por encontrarse estos asociados a actividades ilícitas, el Compliance puede facilitar la reducción del riesgo de que se produzca tal Extinción de Dominio, tanto porque de hecho se prevenga la comisión de ilícitos en o a través de la empresa u organización que derive en la ilicitud de los bienes relacionados con ellos, como porque se implementen los respectivos controles y la “due diligence” (la debida diligencia) para evitar adquirir bienes de ilícita procedencia o relacionarse con terceros o proveedores que realicen actividades ilícitas.

En cualquier caso, hay que enfatizar, y este es en definitiva el apunte que se quiere hacer aquí, que aunque la Extinción de Dominio supone un impulso al Compliance, este no depende en modo alguno de la existencia de aquella. Así, que una empresa u organización deba contar con un sistema de gestión de Compliance es algo que resulta beneficioso y necesario aunque no exista la Extinción de Dominio (como en efecto no existe en diversos países). Sumado a ello, no puede pasar inadvertido que, a fin de cuentas, la Extinción de Dominio, en su relación con el Compliance, se acerca más a los palos que a las zanahorias, es decir, se cierne la amenaza de la Extinción de Dominio para “invitar cordialmente” a la implementación del Compliance.

Como lo he afirmado en mi reciente libro “Compliance, blanqueo de capitales y criminalidad organizada” (2024), en realidad se debería dirigir la mirada hacia las zanahorias y poner en evidencia que el Compliance ha de implementarse no por el temor a sanciones o consecuencias gravosas impuestas por el Estado (como pasa ante la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas o de la Extinción de Dominio), sino porque se trata de una ventaja competitiva que hace más atractiva a la empresa así como porque es un mecanismo que contribuye a la sostenibilidad del negocio.




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