Carpeta de justicia

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El otro día me tropecé con una noticia que llamó poderosamente mi atención por cuanto atañía a un personaje singular y, con permiso de los que saben de esto, diría que casi legendario. Hablo del ilusionista David Copperfield. Resulta que Gavin Cox, un chef procedente de Inglaterra, participó en 2013 en el truco llamado “Vanishing Audience”, consistente en hacer desaparecer a trece personas a la vez. El caso es que, durante la ejecución del mismo, Cox se lesionó de gravedad por lo que terminó demandado y exigiendo una cuantiosa indemnización a Copperfield.Hasta ahí todo bien. Lo interesante del asunto es que durante la tramitación del proceso judicial, a fin de esclarecer los hechos, el Tribunal obligó a Copperfield a revelar cómo se hace el que quizá sea su truco de magia más famoso.

Este caso despertó mi curiosidad por saber en qué marco legal se mueven los ilusionistas. Lo cierto es que la conclusión a la que he llegado tras estudiarlo es jurídicamente decepcionante, pero al mismo tiempo interesante.

En el año 2007, Jacob Loshin realizó un brillante trabajo sobre esta materia llamado “Secrets Revealed: How Magicians Protect Intellectual Property Without Law”. El título lo dice todo. Loshin analiza todas las posibles vías de protección: propiedad intelectual, patentes y secretos industriales. Finalmente, aunque viables, todas ellas terminan siendo descartadas.

  • En el ámbito de la propiedad intelectual, de los derechos de autor, la Ley no hace mención alguna a los trucos de magia en sí, pero por analogía se podría proteger mediante inscripción registral el conjunto de la actuación. Como si de una coreografía o función de teatro se tratara. El problema que suscita esta opción es que el Registro de la Propiedad Intelectual es público. Lo que ahí se inscribe está a la vista de todos, y lo que sería objeto de inscripción sería todo el número de magia con sus correspondientes trucos. Esto quiere decir que cualquier otro ilusionista podría acercarse una mañana al Registro, ver cómo se hacen los trucos, variar el espectáculo con respecto al que consta inscrito pero conservando la esencia y…abracadabra.
  • Por otro lado, según la Ley son patentables aquellas “invenciones nuevas, que impliquen actividad inventiva y sean susceptibles de aplicación industrial”. Es decir, el instrumental con el que se ejecuta el truco de magia podría ser patentado, ya que, a priori, cumple con estos tres requisitos. Sin embargo, en el momento de tramitar la patente hay que explicar detalladamente qué es lo que se pretende patentar y cómo funciona, lo que implica dejar demasiado expuesto aquello con lo que se pretende deslumbrar al público.
  • Finalmente, existe una última vía legal: la del secreto industrial. Esto es, todo conocimiento que por su alto valor un empresario, en este caso un ilusionista, decide mantener en secreto. No obstante, esta opción también plantea inconvenientes, los cuales expone de forma concreta Loshin:
  1. Sólo protege aquellos secretos revelados o utilizados mediante medios ilegítimos o inadecuados. Por ejemplo, un ayudante de mago que firmó una cláusula de confidencialidad y luego vende los conocimientos de su maestro, alguien graba con una cámara oculta cómo se desarrolla un truco, etc
  2. No prohíbe que se desvele el secreto descubierto mediante “ingeniería inversa” (revelar el truco diseccionando el funcionamiento de un aparato o mediante el análisis del truco). Además, el mago deberá demostrar que ha tomado medidas razonables para mantener el truco en secreto.

Aquellos que sean un poco cinéfilos recordarán que en la película The Prestige (2006), de Christopher Nolan, dos ilusionistas (Christian Bale y Hugh Jackman) mantienen una gran rivalidad por ser el mejor mago de Londres. Ello lleva al personaje protagonizado por Jackman a realizar todo tipo de tropelías con tal de conseguir la manera de copiar el truco que está dando la gloria a Alfred Borden (Bale), quien guarda celosamente todos sus secretos. A lo largo del film, sobre todo al final, se puede ver como ambos magos emplean, de una forma u otra, el secreto industrial.   

Así las cosas, puede comprobarse que existiendo, más o menos, formas de proteger un truco de magia todas ellas llevan implícito algo que lo hace poco aconsejable. Es peor el remedio que la enfermedad. Sin embargo, sí existe una forma de proteger los trucos que aparte de ser tan antigua como la propia magia se ha demostrado que quizá sea la más eficaz de todas. Hablamos del Código de los Magos. Una suerte de código de honor entre ilusionistas por el cual uno transmite su truco a otro por lo bajini, sin que nadie se entere, y así consiguen preservar el misterio.

Salvo desafortunadas excepciones, caso del famoso Mago Enmascarado que en la década de los noventa se dedicó a “destripar” en televisión una gran cantidad de trucos de magia, el secreto suele guardarse a perpetuidad.

En definitiva, no existe una forma explícita de proteger un truco de magia; es decir, de atribuirse la autoría de un truco. Sí existen formas que por analogía podrían permitir atribuirse la paternidad de un determinado truco, pero todas ellas llevan aparejado el riesgo de desvelar el gran misterio que envuelve a todo truco. De manera que como decía al principio, la conclusión jurídica de este asunto es un tanto decepcionante, pero lo que termina prevaleciendo es el sistema más clásico y romántico de todos: el secreto entre magos, que pasa de maestro a discípulo por generaciones como si de un legado que comunica un tiempo con otro se tratara. Pura magia




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