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Algo no cuadraba en aquél asunto: La empresa había despedido a un trabajador por ausencias injustificadas al trabajo. Pero curiosamente, tras varias advertencias, el patrón de conducta del trabajador siempre era el mismo: No acudía al trabajo durante días y cuando le requerían para justificar las ausencias, acababa siempre aportando un parte de baja firmado por el médico de cabecera, con efectos retroactivos al primer día de la ausencia. Y así, varias veces en cosa de pocos meses. La empresa, aún a pesar de los partes médicos, decidió el despido. No podían pasarse la vida esperando si esta persona iba o no a ir a trabajar. La abogada del trabajador, lógicamente, había planteado la nulidad del despido y subsidiariamente su improcedencia. Dado el trasfondo del caso y las actuales tendencias judiciales sobre la materia, recomendé fervientemente a mi cliente, intentar llegar a un acuerdo y accedió. Mi contraria, una veterana del oficio, no presionó mucho: Me dejó claro desde el principio que estaban dispuestos a conciliar por una cantidad incluso inferior a la que correspondería de declararse la improcedencia. Esto, hoy en día, es ya algo nada frecuente y más en supuestos como éste. Así que no fue difícil establecer una cantidad que nos viniese bien a todos y quedamos en mi despacho para firmar un acuerdo y luego pedir su homologación al Juzgado.

Mi compañera, me presenta al actor. Un hombretón fornido, con pinta de buena gente y exquisitas maneras que lo primero que me dice es que le sabe muy mal haber mareado a la empresa con sus idas y venidas y que sobre todo, les transmita sus disculpas y agradecimiento por el acuerdo. Cada vez, entendía menos de qué iba todo aquello. Un médico de cabecera que se juega el tipo haciendo partes de baja con efectos retroactivos, directamente por la cara… y un trabajador despedido arrepentido de su comportamiento, cuando aparentemente tenía en sus manos la posibilidad de sacar cierta tajada del caso.

Firmamos el acuerdo y ambos letrados lo remitimos telemáticamente al Juzgado pidiendo su homologación. Con esta excusa, la compañera y yo pudimos estar solos unos minutos. Ella se dio perfecta cuenta de que no acababa de entender lo que podía haber detrás y al final me lo explicó. Una sola palabra fue suficiente: Cocaína. El actor, por esta causa, había perdido la familia, luego el trabajo y vaya Vd. a saber cuántas cosas más. Estaba ya en tratamiento rehabilitador y empezaba a ver la luz al final del túnel. Sin saberlo pues, la empresa y yo mismo, con la firma del acuerdo, estábamos contribuyendo a su reinserción social y devolviendo a esta persona una pequeña parte de la dignidad que había perdido por haber cometido un grave error en su vida.

Esto no constará nunca ni en un Decreto, ni en una Sentencia y no llegará tampoco a ninguna hemeroteca, pero ésta es, sin duda, la grandeza y lo que da sentido al oficio de abogado… y en este caso también, al de médico de cabecera.




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