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Escribió León Gieco en un poema sin igual que sólo le pedía a Dios que lo injusto no le fuese indiferente. Estremece pensar que puede existir un instante en la vida de una persona en que lo injusto deja de serle indiferente. 

Debe ser un cataclismo total del ser humano si pierde esa sensibilidad que le hace distinto al resto de animales que pueblan la Tierra. Este poema ronda por mi cabeza cuando tengo a bien detectar horrores tan graves en el sistema que nos hemos dado en relación a las personas con discapacidad o con dependencia, sistema más que probado que no sirve, que no arregla, que no es válido. Y digo yo que habrá que hacer algo con este tiempo gratuito que se nos ha dado. Para cambiarlo. Hay quién considera que modificar lo establecido para crear otros cimientos más justos no es más que una revolución porque implica una transformación de los valores desde la base. Y nombrar revolución cuesta mucho dado que estamos todos inmersos en una inmovilidad frustrante. Ya decía Arthur Schopenhauer: La rebeldía es la virtud original del hombre. Y hoy escasea.

Cuando veo que se promulgan leyes en materia de discapacidad y dependencia imposibles de cumplir, normas que de sus textos se desprende que apoyan y protegen al colectivo de personas con discapacidad o dependencia, cuyo espíritu está impregnado de la bandera de la igualdad y la no discriminación… y luego resulta que no es así, que tiene trampa y cartón infinito, siendo imposible que pueda aplicarse o ejecutarse con un mínimo de dignidad. Una entonces desfallece en el intento de defensa de lo injusto, fin último de la profesión de letrad@.

Cuando veo que los políticos se llenan la boca de términos en relación a la igualdad, a la inclusión, a la no discriminación, a la accesibilidad, y aprueban normas con zancadilla incluida para que no puedan ser cumplidas porque resulta que no las han dotado de financiación suficiente o su reglamentación está sin proveer haciendo tambalear en el ciudadano sus convicciones dejando todo lo justo en manos de un sinuoso destino sin rumbo que ya a nadie importa. Una se desmorona en la lucha, se ve diminuta ante la grandiosidad de tantas palabras huecas en las que ya nadie cree.

Cuando veo que cada asociación de personas con discapacidad, cada grupo, va en una dirección distinta, compitiendo entre sí, buscando la efímera posición de las alturas, mirando desde la atalaya al resto de asociaciones casi invisibles, con el fin de estar en esas dimensiones del poder que parecen dirigirlo todo. Entonces creo que nos hemos olvidado de lo realmente importante y sólo queda replantearnos los principios desde los cimientos. Porque el camino era errado.

Cuando veo que Goliat trata de tragarnos en esa espiral de desconcierto que te lleva a la desazón en la lucha por la igualdad sin cortapisas. Entonces, te arrastra un decaimiento y pérdida de fe en el ser humano. Tratas de no desmoronarte. Te conviertes en una atea que dictamina que al final es necesario clamar a los dioses que lo injusto no deje de serte indiferente nunca. Nunca. Esa finísima línea divisoria entre ser o no ser persona. Muy triste tanto esfuerzo para terminar en el mismo dolor de siempre.

Cuando veo que no queda más remedio que confiar en l@s jueces, in extremis, como un último recurso antes de tirar la toalla creyendo firmemente que tiene que existir la Justicia, esa quimera tan difícil de alcanzar. Rozando el ridículo jurídico cuando la defensa está plagada de hechos tan sangrantes que harían llorar al más frío de los hombres. Ahí te encomiendas al cielo y a los dioses que estén cerca para que te arropen en una situación de injusticia sin parangón. Te conviertes en una devota creyente rogando que nunca esa inconsistencia del sistema te haga perder la fe en lo justo. Y recuerdas que únicamente querías construir y sólo encontraste destrucción.

Dice la canción que todo cambia, aunque yo creo que nada cambia. El monstruo no cambia. Es siempre el mismo. Y enarbolas: esta boca es mía, luchando siempre por el débil y desamparado como premisa de una ética que te mantiene sereno ante las vicisitudes del devenir del tiempo en el que nada cambia.

Sólo le pido a Dios que lo injusto no me sea indiferente. Nunca.




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