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La Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina judicial, estableció un sistema de organización de los juzgados y tribunales que pretendía servir para conseguir un “servicio público de la Justicia ágil, transparente, responsable y plenamente conforme a los valores constitucionales”, según el Preámbulo de la misma norma, buscando “que los Jueces y Magistrados dediquen todos sus esfuerzos a las funciones que les vienen encomendadas por la Constitución: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”. A los efectos de alcanzar ese objetivo, se buscaba “descargarles de todas aquellas tareas no vinculadas estrictamente a las funciones constitucionales” mediante la “correlativa distribución de competencias entre Jueces y Secretarios judiciales”, que tenía que justificarse con la idea de que “el Secretario judicial, cuando se encuentre al frente del servicio común de ordenación del procedimiento, estará en mejores condiciones para impulsar el procedimiento, permitiendo que el Juez o Tribunal pueda dictar las resoluciones de fondo en tiempo y forma”, de manera que “salvo los supuestos en que una toma de decisión procesal pudiera afectar a la función estrictamente jurisdiccional, se ha optado por atribuir la competencia del trámite de que se trate al Secretario judicial”, garantizándose así que “el Juez o Tribunal pueda concentrar sus esfuerzos en la labor que le atribuyen la Constitución y las leyes como función propia y exclusiva: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”. Todo ello resulta coherente en la medida en que, como afirma Fernando Gascón Inchausti en Derecho Procesal Civil. Materiales para el estudio, “los jueces y magistrados no pueden realizar sus funciones por sí mismos, sino que necesitan una organización instrumental que sirva de soporte y apoyo a la actividad jurisdiccional: se trata de la llamada «Oficina Judicial», en la que desarrolla su labor el personal auxiliar, no jurisdicente”.

Actualmente, la figura del Secretario judicial recibe la denominación, por la Ley Orgánica 7/2015, de Letrado de la Administración de Justicia debido a las competencias que les corresponden, siendo cierto que no es raro encontrarse en textos técnicos la reducción de la terminología a las siglas de “LAJ”. El artículo 440 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que “Los Letrados de la Administración de Justicia son funcionarios públicos que constituyen un Cuerpo Superior Jurídico, único, de carácter nacional, al servicio de la Administración de Justicia, dependiente del Ministerio de Justicia, y que ejercen sus funciones con el carácter de autoridad, ostentando la dirección de la Oficina judicial”, señalando el artículo 452.1 de la misma norma que “Los letrados de la Administración de Justicia desempeñarán sus funciones con sujeción al principio de legalidad e imparcialidad en todo caso, al de autonomía e independencia en el ejercicio de la fe pública judicial, así como al de unidad de actuación y dependencia jerárquica en todas las demás que les encomienden esta ley y las normas de procedimiento respectivo, así como su reglamento orgánico”.

Una nota de prensa publicada por el Colegio Nacional de Letrados de la Administración de Justicia se hizo eco, hace algunos días, del Auto de la Audiencia Provincial de Girona 194/2021, que destaca porque declara la nulidad de una providencia del juez que se dictó para una mejora de embargo cuando corresponde realizar esa actuación mediante decreto del letrado de la Administración de Justicia. Para ello, se atiende al contenido de los artículos 456.6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y 551.3 y 612 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.

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Hay un comentario destacable en la resolución que se ha expuesto. En su fundamento jurídico segundo se afirma por el Auto de la Audiencia Provincial de Girona 194/2021 que “Las anteriores consideraciones hacer relucir la falta de jurisdicción del Juez para resolver las cuestiones planteadas, invadiendo la esfera competencial del Letrado de la Administración de Justicia, vicio que lamentablemente todavía se halla muy extendido en la práctica Judicial diaria, y que esta Sala invita a abandonar, superando concepciones trasnochadas de Ta función jurisdiccional”.

Debe reconocerse que la institucionalización de la Oficina Judicial no se hizo de manera perfecta, pues la Sentencia del Tribunal Constitucional 15/2020, de 28 de enero, ya advirtió que su regulación “no permite descartar la eventualidad de que existan supuestos en que la decisión del letrado de la Administración de Justicia excluida por el legislador del control judicial –directo o indirecto– concierna a cuestiones relevantes en el marco del proceso que atañen a la función jurisdiccional reservada en exclusiva a jueces y magistrados y que, por tanto, deben quedar sometidas a su posibilidad de control de acuerdo con el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión que a todos garantiza el art. 24.1 CE”, habiendo “creado un régimen de impugnación de las decisiones de los letrados de la Administración de Justicia generador de un espacio inmune al control jurisdiccional”. Sin embargo, son numerosos los casos en los que no hay duda alguna sobre la naturaleza jurídica de actuaciones procesales que no afectan al ejercicio de la función jurisdiccional, como sucede con las resoluciones relativas a las actividades concretas del proceso de ejecución.

Lo que puede ser resultado de una falta de actualización en la actividad de los órganos jurisdiccionales, que es denunciada por el Auto de la Audiencia Provincial de Girona 194/2021, provoca una preocupante disfuncionalidad que lleva a una ineficiente utilización de los recursos de la oficina judicial y a la consiguiente pérdida de tiempo, pues las actuaciones declaradas nulas se tienen que rehacer, teniendo el juzgado o tribunal correspondiente el deber de repetir una resolución procesal que, de hacerse correctamente en un primer momento, no supondría una doble carga de trabajo y el perjuicio para los justiciables, que ya se encuentran diariamente con oficinas judiciales pobremente equipadas para la carga de trabajo que sufren.

Precisamente, no parece que haya o que se quiera dar más dinero para la Administración de Justicia, cuya “administración”, en palabras de las Sentencias del Tribunal Constitucional 56/1990 y 62/1990, se encuentra repartida de forma peligrosa entre el Estado y las Comunidades Autónomas, pues hay algunos territorios autonómicos con competencias propias de ejecución y otros sin competencias sobre ese aspecto por estar en manos del Ministerio de Justicia. Ese hecho lleva a sostener la idea de que se requiere la máxima eficiencia en los juzgados y tribunales, que tienen que aprovechar sus recursos de la manera más provechosa posible a los efectos de luchar del modo más idóneo posible contra el colapso que sufren en todos los órdenes jurisdiccionales.

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