Yo no sé vosotros, pero personalmente cada vez tengo más la sensación que el mundo va hacia una dirección muy clara, que es la de innovar, y las regulaciones van en dirección contraria. Todo el mundo se llena la boca, con razón, sobre la importancia de la innovación en nuestras empresas y sobre la necesidad de adaptarnos, incluso personalmente, a un mundo sin fronteras, más abierto en todos los sentidos, donde la información fluye, donde la tecnología nos aporta un montón de cosas y que llega a afectar, incluso, a nuestra forma de vivir.
Sé que todos los cambios crean resistencias y que, si toda acción genera una reacción, estamos en momentos en los que hay personas y colectivos que ven más las amenazas que no las bondades, las pegas que no el progreso. Solo hazy que fijarse en como los movimientos políticos que reivindican que “antes todo era mejor” desgraciadamente van ganando protagonismo, mientras los datos objetivos, cuantificables y reales demuestran que hoy se vive mucho mejor que años atrás y que el progreso se llama así porque es el que genera: un mayor bienestar colectivo.
En medio de todo esto, los poderes públicos, que tendrían que ser los primeros en liderar e incentivar este progreso, esta innovación, parecen cada vez más miedosos ante una realidad que parece desbordarles. En consecuencia, empezamos a sobrerregular e intentar acotar aquello que cada vez es más difícil de acotar, quizás porque son los primeros que tienen que aceptar las implicaciones de los cambios tecnológicos. La tecnología nos ha aportado un elemento sustancial en nuestras vidas: la libertad.
La libertad afecta la manera de funcionar de las empresas y las relaciones profesionales. Hoy somos libres para poder trabajar desde donde queramos, desde casa, desde otro país, a la hora que nos parezca mejor o que se adecue mejor a nuestras necesidades. Esto afecta nuestra forma de vivir. Hoy no puedes contratar a una persona joven si no tienes previsto el ejercicio de estas libertades que para ellos son incuestionables. Entonces, ¿por qué enfocamos la regulación en la dirección contraria? Control horario, fichar, presencia física, en definitiva, control administrativo sobre el trabajo. Yo no digo que los poderes públicos no tengan que velar para que no se produzcan abusos. No soy partidario de un liberalismo extremo. Pero si hay un problema en un sector, analizamos aquel problema e intentamos resolver “aquella” situación, pero no aplicamos la misma receta para todo el mundo.
Hoy, mientras estoy escribiendo estas notas tenemos otro conflicto de sobrerregulación sobre la mesa: el conflicto de los taxis. No puedo opinar sobre el fondo porque desconozco, como la mayoría de nosotros, cuáles son los intereses reales de unos y otros (permisos, compraventa de licencias, explotación empresarial de licencias, etc), pero no deja de ser significativo que se siga insistiendo en la regulación de un mercado que, como todos, cada vez pide más libre competencia y donde los retos son otros (la movilidad del futuro, el alquiler de coches eléctricos o, incluso, los coches sin conductor que serán una realidad más bien del que nos pensemos).
Tecnología también es información, y los poderes públicos tienen las herramientas para poder acotar e individualizar problemas donde se puedan producir abusos. Regulemos sobre esto y no generalicemos ni pretendamos interferir en unas relaciones económicas que avanzan al ritmo del progreso tecnológico y social. Hacer lo contrario es una pérdida de tiempo y de recursos.