Carpeta de justicia

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Ante la proximidad de nuevas elecciones creo que es procedente tratar del sistema electoral español. A nadie se le ocultan algunas de las graves deficiencias del sistema, así en estos días se pone de relieve la enorme diferencia en votos que “cuesta” a los partidos políticos un diputado en Madrid, Barcelona o A Coruña, frente a otras provincias como Soria o Cuenca.

Obviamente, el problema está vinculado con la estructura demográfica española, con unos territorios muy densamente poblados y otros que, fruto de la emigración de la segunda mitad del siglo pasado, tienen una población sumamente escasa. En tales circunstancias determinar un sistema electoral justo es tarea harto complicada, ya que optando por una representación igual de todos los votos, independientemente de los territorios, la parte menos favorecida y que ha sufrido el mal de la despoblación, quedaría ínfimamente representada de modo que sus demandas caerían totalmente en el olvido, por su escasa incidencia en las decisiones nacionales. La opción contraria, la de primar la representación de los territorios frente a las personas, es igualmente injusta por el excesivo desfase entre el número de votos necesarios para conseguir la representación en unos y otros territorios.

Desde luego, una de las opciones sería modificar la circunscripción electoral, para lo cual se podría pasar del actual sistema provincial al de una circunscripción por Comunidades Autónomas con un reparto de los escaños que tuviese en cuenta la población con un índice corrector en función de la superficie para reequilibrar la desproporción en perjuicio de los territorios con una intensa despoblación. Todo ello debería complementarse con la autorización a las Comunidades Autónomas para establecer distritos electorales en sus Estatutos de Autonomía con una mayoría especial para su aprobación, de manera que tuviese que representar un amplio consenso político en cuanto a la representación intracomunitaria. Un problema de esta propuesta es la necesidad de reformar la Constitución y los Estatutos de Autonomía, lo que precisa de un amplio consenso que cada día parece más complicado de alcanzar por nuestros representantes políticos.

En el actual sistema de representación proporcional con la Ley D’Hont corregida se producen una serie de desigualdades que afectan muy negativamente, al darse un fuerte desequilibrio entre los partidos que tienen una fuerte representación en unas pocas provincias, como los partidos nacionalistas y los partidos que tienen una amplia representación en el conjunto del Estado, pero no están entre las dos fuerzas mayoritarias, caso tradicional de Izquierda Unida o algunos partidos situados en el centro político, que con un importante número de votos obtienen una mínima representación parlamentaria; un caso paradigmático podría ser el de Izquierda Unida en las elecciones del pasado 20 de diciembre, que con casi un millón de votos simplemente consiguió dos diputados, mientras el partido nacionalista canario, con menos de la décima parte de los votos consiguió la mitad de la representación, es decir, un diputado.

Esta situación, ampliamente protestada desde el inicio de la democracia parlamentaria en la década de los setenta del pasado siglo, recibió propuestas de modificación interesantes a principios de los años ochenta; en este momento me gustaría rescatar una de ellas por considerar que, con pequeñas modificaciones introduce algunos elementos de mayor equidad en el reparto electoral, a la vez que concede valor a los votos de los partidos minoritarios en los territorios en los que, debido a la escasa población, son votos destinados a carecer de cualquier valor práctico.

Tal propuesta, defendida en su día por el profesor Alzaga, entre otros, consistiría en mantener la opción provincial actual en los términos contemplados en la vigente ley electoral, pero añadiendo una lista nacional de 50 nuevos escaños, de manera que el Congreso de los Diputados pasaría a tener 400 escaños, lo que modificaría los números de las mayorías especiales (absoluta, o cualificada de 3/5 o de 2/3), aunque no los porcentajes precisos para dichas mayorías que podrían seguir siendo los mismos.

Esta lista nacional conllevaría que estos diputados se asignarían en función de los restos de las distintas formaciones en todas las circunscripciones electorales, de modo que los votantes de los partidos que no alcanzasen representación, por ejemplo en Teruel, se sumarían a los votos obtenidos por ese partido en las restantes circunscripciones nacionales y que no hubiesen otorgado diputado alguno a esta lista, como por ejemplo si un partido ha obtenido seis diputados en Barcelona, la cantidad que tendría para su séptimo diputado en esa circunscripción sumaría para la lista nacional de restos.

A las cantidades así obtenidas se aplicaría la ley D’Hont, de modo que todos los votos nacionales computarían para la adjudicación de los escaños de esta lista nacional, de modo que se mejora la proporcionalidad directa y no existirían “votos inútiles” por la escasez de escaños en las provincias menos pobladas. Este sistema, sin conseguir una proporcionalidad pura conlleva notas de equidad que mejoran la representación, manteniendo un cierto equilibrio entre la proporcionalidad pura y el necesario equilibrio territorial. Otra ventaja de esta última opción es que no precisa de reforma constitucional alguna, basta con una reforma de la propia ley electoral.

Vayan estas propuestas para un debate que, más pronto que tarde, será necesario abrir en nuestro país, pues los cambios demográficos de los últimos cuarenta años exigen una actualización del sistema de representación, lo que exigirá debatir y buscar un sistema que sin romper la necesaria cohesión, mejore la representatividad poblacional española.     




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