¿Académico errante? Algunas reflexiones sobre emigración universitaria y vida en Reino Unido
Hace cuatro años que firmé un contrato de profesor universitario (lecturer) en Reino Unido. En mayo de 2012 me sumé a la multitud de jóvenes españoles que han emigrado a resultas de la crisis económica. En mi caso, la emigración supuso renunciar a un contrato indefinido. Así que, en buena medida, mi emigración fue voluntaria. Sin embargo, aunque sea a modo de autojustificación, no puedo dejar de pensar que el deprimente horizonte de la universidad española y la paupérrima situación en que ha quedado tras la crisis tuvieron mucho que ver en esa decisión.
En este periodo, he experimentado muchas cosas y he cambiado de universidad tres veces, con promoción profesional (a senior lecturer) y mejora institucional y de entorno de investigación a cada movimiento (de Hull a Leicester y, por fin, a Bristol). Hace cuatro años no hubiera imaginado que, a estas alturas, formaría parte de una de las mejores Facultades de Derecho (top 100 mundial) y que, profesionalmente, habría progresado tanto en tan poco tiempo (llegando a ser nombrado experto de la Comisión Europea sin necesidad de obtener el placet de académico alguno). En estos párrafos, solo pretendo reflexionar sobre la intensa experiencia de estos últimos cuatro años. Si sirve de algo a ‘los que están fuera’ o a quienes piensen en salir de España en busca de oportunidades profesionales, sobre todo en el mundo anglosajón, me sentiré muy realizado. Si no, al menos me he sentado a pensar un rato ‘en voz alta’.
Antes de embarcarme en esta aventura, había trabajado durante tres años en una universidad privada en Madrid. Pese a la reputación de la institución, lo mejor que puedo decir del ambiente de investigación es que era inexistente. Acabé allí de rebote, tras haber vivido en los márgenes del sistema universitario español durante mis estudios de doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid. Hice mi doctorado en la UAM como lo podría haber hecho en cualquier otra universidad. Viniendo de ‘la privada’ y habiendo trabajado en el sector privado un par de años, no tenía acceso a becas del Ministerio ni especial conexión con ninguna Facultad de Derecho. No quiero parecer desagradecido, pero la única razón por la que acabé en la UAM tiene que ver con ‘escuelas’ y ‘maestros’, y prefiero no entrar en detalles. Siendo un ‘externo’ (o outsider) me planteé desde el principio organizarme un ‘doctorado a distancia’. Una vez obtenida la extinta suficiencia investigadora, pasé la mayor parte del tiempo investigando en la biblioteca del Congreso de EEUU (Washington), en la Copenhagen Business School y en la Universidad de Oxford. Ni que decir tiene que, al no haber calentado silla, este peregrinaje me traería su coste.
Mi experiencia en la UAM fue extremadamente frustrante, especialmente en el aspecto administrativo. Me frustró no poder disfrutar una beca de intercambio con NYU que me habría llevado a Nueva York por un año, pese a haber sido nominado por la UAM, por el simple hecho de que la Ofician de Postgrado se olvidó de mandar la carta de apoyo institucional a tiempo. Me frustró también tener que pelear constantemente para poder defender una tesis en inglés en el marco de un Doctorado Europeo. Me frustró el modo en que se decidió el premio de doctorado en la Facultad, aunque tampoco quiero entrar en detalles. En general, la universidad pública me frustró como estudiante de doctorado. Y no me ofrecía ninguna posibilidad de incorporación al cuerpo docente (volviendo al tema del peaje por haber ‘estado fuera’ durante el doctorado). Así que acabé, de carambola y con el apoyo de un director de departamento y una decana que ya no lo son, en la universidad privada. Un régimen espartano de más de 340 horas de clase al año (con sus consiguientes correcciones, preparación, tutorías, etc) me permitió poco más que convertir mi tesis en monografía en tres años. Me sentía asfixiado por la imposibilidad de continuar con mi investigación. Miré alrededor y no había posibilidad ‘de re-entrada’ en la universidad pública. Así que miré fuera.
Quedé pasmado al enterarme de que todas las plazas que se convocan en las universidades británicas (y en muchas otras que creen en la transparencia y el nombramiento de académicos en base a verdaderos principios de mérito y capacidad) se publican en un portal centralizado. Me di de alta y, con mucha fortuna y tras dos entrevistas en las que fui rechazado pero de las que aprendí mucho, en menos de cuatro meses conseguí un contrato permanente en mi primera universidad inglesa. Tras presentar mi dimisión y tener que explicar a propios y extraños que no me había vuelto loco, empaqueté mis libros, regalé mi gata (la libre circulación de animales domésticos deja mucho que desear) y me fui a Hull. Ahora puedo decir que no sabía en lo que me metía.
La universidad inglesa funciona en un sistema de pinza entre pilas gigantes de reglas escritas y una cantidad todavía mayor de costumbres no escritas. Si vas de pardillo, como fui yo, te pasas un año intentando cumplir con unas normas que nadie sigue realmente (obligación de estar disponible para tus estudiantes en varios momentos de la semana, aparente imposibilidad de salir de la isla durante las semanas lectivas o terms, obligación de corregir pilas enormes de exámenes en menos de tres semanas, expectativa de participar en cada actividad del departamento, etc), hasta que te enteras de cómo funcionan las cosas. Es una inmersión cultural y social difícil, sobre todo porque requiere muchos mediodías de sándwich en un tu despacho y muchos jueves por la tarde (y noche) en el pub, que es donde se discuten los temas importantes y donde los colegas (que no necesariamente amigos) te van ayudando a dejar tu inocencia al lado y centrarte en lo fundamental.
En mi opinión, y tras darle bastantes vueltas, lo fundamental para tener éxito en el mundo académico anglosajón (al menos en el ámbito de las humanidades) es cumplir estrictamente con las obligaciones docentes, evitar defraudar unas cada vez más altas expectativas de estudiantes que pagan mucho dinero por su educación universitaria y, sobre todo, publicar artículos de investigación que realmente aporten algo (refritos no, gracias). Debería decir PUBLICAR. Y añadir que debes asegurarte de que tus publicaciones tienen impacto—o, en romano paladín, que llegan más allá del limitado ámbito académico de los otros tres o cinco investigadores que están metidos en tu tema. Si no eres capaz de demostrar que tu investigación es relevante para el sector público (contribuyendo a grupos de expertos, o realizando investigación financiada por los research councils), el sector privado (atrayendo oportunidades de consultoría o financiación privada para tu investigación), o las ONGs y el tercer sector (de nuevo, mediante consultoría o informes de apoyo a sus campañas) … mejor dedícate a otra cosa. Así es, y bien está que así sea.
En vista de todo esto, me puse a publicar y a tratar de meter la cabeza en el sector público. Desde que salí de España, “traduje” mi blog (al menos en esto no seguí afectado por una mentalidad castiza) y me propuse escribir al menos cuatro artículos o capítulos de libro de cierta calidad al año. Me resultó más fácil hacerlo a raíz de presentaciones en conferencias académicas. No voy a una sin tener el papel escrito. Y pronto descubrí que, a cuantas más vas, a más te invitan. Así que pronto me metí en la dinámica de participar en unas diez conferencias internacionales al año y, por tanto, escribir ocho o diez (dependiendo de si algunos temas coinciden) artículos al año. Tener unas 120 horas de clase concentradas en unas 24 semanas al año ayuda a liberar tiempo para escribir de manera más productiva. Y tener unas 1.000 o 1.500 libras de fondo personal de investigación te permite ir a todas partes. Y esa productividad se reconoce muy rápidamente, sobre todo si pones tus artículos a disposición de todo el mundo. El uso del blog y esta política personal de open access me permitieron crear una presencia en el entorno académico inglés y establecer redes de contactos a nivel europeo (algunos de los cuales había iniciado durante el doctorado y que ahora podía nutrir más fácilmente). Uno de estos contactos me insistió para que me presentase a una mejor plaza en Leicester, donde había presentado uno de mis artículos y deje buena impresión en el departamento. Presenté mi candidatura y me contrataron, pese a que mi contacto había dimitido para irse a otra universidad y no dejaba precisamente buenas relaciones tras de sí. Aun no salgo de mi perplejidad, porque esto no hubiera pasado en España en un millón de años.
En Leicester descubrí otro aspecto del modus operandi de las universidades y los académicos británicos. Aquí, la reputación de las universidades es muy importante para la retención de buenos académicos y muchos cambian de institución de manera casi permanente hasta que llegan a la ansiada catedra (o chair), o incluso después de haber sido promocionados a professor. Muchos se mueven para estar más cerca de Londres, aunque las condiciones económicas de una plaza académica en la city reduzcan significativamente su estándar de vida. Así que no hay mancha reputacional en cambiar de universidad prácticamente cada año académico o cada dos. Por una parte, esto genera mucha movilidad y muchas oportunidades profesionales. Por otra parte, las Facultades cambian muy rápido a medida que su población académica se mueve. Una Facultad que es un gran sitio y con buenos colegas puede convertirse en un entorno venenoso en pocos meses. En conversaciones de pub, no es raro hablar de los éxodos académicos, que parecen afectar a prácticamente todas las universidades (con excepción de Oxford y Cambridge, aunque esto está cambiando también) de forma relativamente cíclica. Y, honestamente, cuando te coge el ciclo malo, lo mejor que puedes hacer es tratar de moverte. Así que, tras un periodo relativamente corto, me moví a Bristol. Quizá sea naïve decirlo pero, con lo que he visto y la experiencia que voy acumulando, creo que aquí me quedo. Es una universidad excelente y mis colegas tienen un peso académico y un interés en hacer cosas innovadoras y socialmente relevantes que solo puede motivar.
Independientemente de lo anterior, creo que me quedo con tres mensajes básicos de mi experiencia de académico errante. Primero, que el único modo de progresar es meterte en un entorno que te motive (o incluso fuerce) a investigar y a diseminar tu investigación lo más posible—de ahí la necesidad de publicar en inglés (si no todo lo que uno escribe, al menos la mayor parte) y de participar en blogs y cualquier otro medio que te ayude a llegar a una mayor audiencia (como podcasts). Segundo, que en todas partes cuecen habas, pero es preferible jugarse los cuartos en un sistema realmente transparente y que da oportunidades a quien las persigue, con independencia de contactos previos, filias, fobias, escuelas o familias. Tercero y último, que el sistema universitario español tiene que implosionar y reinventarse si quiere atraer de vuelta a los que nos fuimos. Muchos probablemente no volveremos porque, ya se sabe, la gente se enamora, compra casas, crea familias (o no) donde vive y ‘repatriarse’ 20 o 25 años después no tiene mucho sentido. Así que probablemente somos una generación de españoles que no volverá. Sin embargo, si sirve para que la universidad española (se seque), renazca y se reinvente, bienvenido sea.
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