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El comité de investigación seleccionado para el esclarecimiento de los hechos acaecidos el día 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Estados Unidos abrió las puertas sobre el caso al público estadounidense emitiendo una conclusión general sobre la violencia que consumió la sede de la democracia estadounidense el año pasado: fue planeada y orquestada cuidadosamente. Precisamente, los investigadores piensan que el ataque de una organización próxima a los planteamientos de Donald Trump contra el Congreso hace 17 meses, amenazando con transferir el poder presidencial, fue la culminación de semanas de planificación previa por parte de grupos extremistas e individuos, que actuaron a raíz de un tuit publicado por el líder republicano el día 19 de diciembre de 2020. Bennie Thompson, que dirige el referido comité, se expresó con potencia al afirmar que Trump pretendía frustrar la transferencia pacífica del poder de gobierno y que, para ello, incitó a “una turba de enemigos internos de la Constitución” a atacar el Capitolio.

Debe resaltarse que el razonamiento de Bennie Thompson lleva sobrevolando unos cuantos meses sobre las instituciones estadounidenses y su sombra ha recorrido Washington de punta a punta de forma arrolladora. Tampoco resulta extraño que así haya sucedido, pues concurren indicios suficientes como para inferir en ese sentido sin tener miedo a la equivocación.

El artículo 18 del Código Penal español castiga la provocación para delinquir, que existe cuando directamente se incita por medio de la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante, que facilite la publicidad, o ante una concurrencia de personas, a la perpetración del delito, sancionándose tal conducta como inducción y con la misma pena que a un autor si a continuación de la provocación se produjera la comisión del delito. La Sentencia del Tribunal Supremo 259/2011, de 12 de abril, analiza ese precepto exponiendo que sus elementos definidores son los siguientes: a) la iniciativa para la ejecución de uno o varios hechos delictivos, no bastando con una estimulación vaga y generalizada; b) la percepción por el destinatario de las palabras o medios excitantes; y c) que la incitación tenga virtualidad suasoria y de convencimiento. La misma resolución señala que es necesaria, por lo tanto, una mínima determinación del delito a cuya comisión se provoca y que, por tanto, es preciso que la incitación sea directa y encaminada a la ejecución de hechos dotados de una mínima concreción que permita su identificación y su calificación como delito por concurrir elementos relativos a la publicidad. Sin embargo, es cierto que debe partirse de la idea de que la regulación se refiere a unos postulados dogmáticos que parten de una base lógica que puede resultar de aplicación en otros países para situaciones como la del asalto al Capitolio.

Sobre este tema se puede hablar profundamente a partir de una intensa lectura de Cometer delitos con palabras, obra de Miguel Polaino Navarrete y Miguel Polaino-Orts. Precisamente, estos autores plantean el supuesto en el que “el acto perlocucionario derivado del enunciado verbal no es consciente, ni quizá previsto ni aun previsible, y sin embargo, en el momento en que se realiza el acto perlocucionario de carácter delictivo, el emisor del enunciado verbal hace suyo o acepta como la acción derivada de su aserto”, resaltando lo que ocurre cuando “el emisor del enunciado verbal, a la vista del resultado que no previó que pudiera suceder en un futuro inmediato, lo acepta como bueno”, pues se puede plantear la existencia de una inducción doloso-eventual. Se diferencian dos casos: a) en el primero, “la solución a estos supuestos pasa por discernir la previsibilidad de tales lesiones, de manera que, a pesar del enunciado emitido, si el riesgo que se produce en el resultado es exclusivamente el dolo del ejecutor material, no cabrá imputar al emisor del enunciado responsabilidad penal alguna, por mucho que el mismo haya experimentado una satisfacción ex post al conocer el resultado lesivo: rige, pues, el principio de prohibición de regreso”; en el segundo, “la emisión del enunciado por parte del sujeto –A– será punible como inducción si, al momento de emitir la expresión verbal inductora, se representaba como posible que B pudiera llevar a cabo la acción delictiva, esto es, A prevé la producción del resultado y lo acepta como satisfactorio, aunque dudara al emitirlo que el receptor –B– llegara a cometer el acto lesivo”.

Donald Trump pudo no intervenir directamente en el asalto al Capitolio del día 6 de enero de 2021, pero sus palabras sirvieron como impulso para que muchas personas participaran en el acometimiento. Teniendo ese dato después del comienzo del lamentablemente histórico episodio, el anterior Presidente de los Estados Unidos no hizo nada para frenar un comportamiento que constituyó el más grave ataque contra la democracia en Norteamérica en las últimas décadas, a pesar de que tenía que ser plenamente consciente de que un comunicado suyo habría apagado las ansias golpistas, de forma que, por omitir esa conducta, se convirtió en inductor o instigador del ataque.

Los dirigentes políticos han de ser conscientes de la responsabilidad que deben asumir por sus palabras y, sin con ellas impulsan la violencia, tienen la obligación de frenarla, emitiendo el mensaje que más corresponda, desde el momento en el que son conscientes de la influencia que su discurso tiene sobre los detractores de la democracia.




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