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Decía André Malraux que la cultura es la herencia de la nobleza del mundo. Sin duda, la cultura ha sido y es una de las señas de identidad francesas. Al igual que en España, la monarquía cultivó en Francia el coleccionismo y contribuyó al fomento de las artes. Es conocida la complicidad entre Leonardo da Vinci y Francisco I que nos permite contemplar hoy en el Louvre lienzos como la Gioconda o La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana. Y aunque pueda resultar paradójico, las primeras leyes de conservación del patrimonio se las debemos a la Revolución francesa que, pese a guillotinar a propios y extraños, prohibió en 1793 la destrucción de las obras y monumentos del Antiguo Régimen. Desde que en 1959 André Malraux ocupara por primera vez el cargo de ministro de Asuntos Culturales de la República –hasta entonces, la cultura había dependido de la cartera de Educación–, la política cultural francesa ha mantenido una estabilidad y una coherencia admirables. Los sucesivos Gobiernos han respetado los grandes ejes marcados por Malraux: recuperación del patrimonio, democratización de la cultura (“que las obras capitales de la humanidad y de Francia lleguen al mayor número de personas posible”) y apoyo incondicional a la creación. La cultura no ha perdido ya el rango ministerial y hasta la sede del ministerio se ha mantenido a lo largo de los años en el Palais Royal, en la parisina rue de Valois. Francia supo comprender a tiempo que la riqueza patrimonial y artística heredada de su historia dotaba al país de una singularidad excepcional. De los diversos ministros que han ocupado el cargo, ninguno ha osado poner en duda el lugar central que correspondía a la cultura entre las políticas de Estado. En Europa y en los organismos internacionales, la defensa de la lengua francesa y de la llamada “excepción cultural” –la exclusión de los bienes culturales de los acuerdos comerciales internacionales y, en ocasiones, de las reglas del libre mercado– han sido cartas hábilmente manejadas por la diplomacia gala para contrarrestar la pujanza de EE.UU. El resultado es que las industrias culturales contribuyen al PIB francés siete veces más que la industria automovilística y crean cerca de un millón de puestos de trabajo al año.

 

España, como Francia, tuvo también una monarquía que valoró la cultura y ejerció con audacia el mecenazgo artístico: la impresionante colección del Museo del Prado es buena prueba de ello y probablemente sea su mejor legado. España es hoy el tercer país del mundo en conjuntos monumentales declarados patrimonio de la humanidad por la UNESCO, por delante de Francia y superada sólo por China e Italia. Pero a diferencia de nuestros vecinos franceses, el rumbo político de la cultura ha sido errático. La España democrática no ha conocido una política cultural a largo plazo, sino que cada Gobierno ha tratado –o maltratado– la cultura según las inclinaciones personales del presidente y de su mayor o menor fortuna en la designación del ministro del ramo. Las épocas de esplendor han coincidido con ministerios de cultura fuertes y con un cierto clima de consenso: en los años 80, Javier Solana impulsó la Ley de Patrimonio Histórico y una Ley de Propiedad Intelectual que vino a sustituir a la centenaria ley de 1879 (la que a lo largo de más de un siglo había regido los derechos de generaciones de pensadores y artistas tan variopintos como Ortega y Gasset, García Lorca, Salvador Dalí o Martín-Santos, entre otros muchos) para adaptarla a los estándares europeos y que, en lo esencial, se ha mantenido vigente hasta la actualidad. El gran pacto entre PP y PSOE para excluir al Museo del Prado del debate partidista fue decisivo para la aprobación de la Ley del Prado en 2003 y ha situado al museo entre las ocho pinacotecas más reputadas del mundo (Reputation Institute, 2017).

 

La crisis golpeó a nuestro país con especial crudeza. Los recortes se han aplicado sin contemplaciones a las políticas públicas y sociales. Pero los estragos en cultura han sido muy significativos. Tampoco los gestos han ayudado: con el Ministerio de Cultura relegado a mera Secretaría de Estado y la ley del mecenazgo aplazada sine die, el ministro de cultura español no ha logrado rebajar el IVA cultural y ni siquiera acudió a la cumbre de Davos de febrero que conmemoraba el Año Europeo del Patrimonio (tal vez porque debía atender una agenda que lo ocupaba como ministro no sólo de la cultura, sino también de la educación y de los deportes). Pese a que en 2019 se cumple el segundo centenario del Museo del Prado, los presupuestos no contemplan una partida específica para la efeméride, y una y otra vez se han postergado medidas perentorias para su internacionalización, ampliación y financiación. Los informes sobre el estado de la cultura de la Fundación Alternativas dibujan un panorama difícil y llevan años reclamando la importancia de alcanzar en España un pacto por la cultura. Y la política del español en el mundo se ha vinculado a iniciativas coyunturales sin mucho fuste como la “marca España” y desmereciendo la labor tejida por la RAE con las academias americanas para construir un proyecto panhispánico.

 

Pero el péndulo político oscila y España parece vivir tiempos de cambio. El nuevo Gobierno ha recuperado el Ministerio de Cultura y, tras el azaroso paso por la política de Màxim Huerta, ha puesto al frente a José Guirao, un gestor cultural solvente y respetado en el sector. En el Congreso, la Subcomisión del Estatuto del Artista, que fue creada para dignificar la figura del creador, el artista y el trabajador de la cultura, anunció la semana pasada la aprobación por unanimidad del informe que deberá servir como guía para legislar y corregir la precariedad en el sector (poniendo fin a iniquidades como la incompatibilidad de la pensión de jubilación con los derechos de autor). La atmósfera de trabajo y la complicidad entre los representantes de los diferentes grupos políticos es alentadora. Y la sociedad española exige una modernización del país y de sus instituciones que no puede dejar al margen la cultura. Los principales partidos políticos han enarbolado la bandera de la cultura y reclamado un pacto nacional en algún momento: Rajoy lo hizo en 2010, C’s y PSOE lo contemplaban en el malogrado Acuerdo para un Gobierno reformista y de progreso y Unidos Podemos pidió en febrero un gran pacto por el patrimonio. España cuenta con unas condiciones naturales idóneas para convertirse en una gran potencia cultural, la economía mejora y los partidos políticos no parecen reticentes, sino más bien al contrario: ¿acaso no es este el momento para impulsar un nuevo pacto de Estado por la cultura?

 

Antonio Muñoz Vico es abogado y presidente de la Sección de Derecho y Cultura del ICAM. La Sección de Derecho y Cultura celebra hoy a las 19:00 horas en el Salón de Actos del Colegio de Abogados de Madrid (C/Serrano 9) una jornada titulada “¿Hacia un pacto de Estado por la cultura?”. Puede consultar el programa de la sesión en el siguiente enlace. Entrada libre previa inscripción en el siguiente enlace. Para darse de alta en la Sección, puede acceder aquí.




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