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Mi post de hoy quería ahondar un poco en las sabias palabras del adjunto post de mi distinguido compañero Ramon Alexandre Salvat Seoane, cuyo contenido suscribo plenamente.

El mundo debe saber lo que ocurre en las conciliaciones ante el Letrado de la Administración de Justicia: Entramos a celebrar el acto, sólo los abogados y dejamos a los clientes fuera del despacho. Y allí nos soltamos, explicamos al LAJ nuestras miserias, los condicionantes reales que nos obligan a poner determinados límites al acuerdo - que no siempre coinciden con algo que tenga que ver con el pleito - , explicamos, en la intimidad del momento, cosas que nunca sacaríamos en el curso del juicio, porque si saliesen, podrían perjudicar los intereses de nuestro cliente que es lo último que un abogado debe consentir.

Todo esto tiene por objeto alcanzar el acuerdo. Ese acuerdo que de conseguirse, va a beneficiar a nuestro cliente, aunque él no sea capaz, por la tensión del momento, de entenderlo. Si este acuerdo no se consigue, nos olvidamos de lo dicho y en el juicio cada uno suelta toda la artillería que tenía preparada.

Si, de acuerdo a la nueva norma, el LAJ puede decir o exponer según que cosas en el acta de la conciliación fallida, lo anterior se va al traste, porque es evidente que un buen profesional no puede consentir que las miserias y debilidades del cliente salgan a relucir. Por esto dejamos siempre a los clientes fuera del despacho: Porque si éstos supiesen lo que decimos allí dentro, no lo entenderían. Y no lo harían porque el cliente considera generalmente que es él quien tiene la razón, cuando la realidad es que quiere tenerla, aunque muchas veces no la tenga o la tenga solo en parte. Por ello, parece evidente en este caso que al legislador, le pasa lo mismo que al cliente: no tiene la más mínima idea de lo que es y significa conciliar. Conciliar significa ceder para evitar el riesgo de poder perder el juicio. Y sólo el abogado puede calibrar este riesgo. El cliente nunca podrá hacerlo porque siempre va a mezclar sus emociones personales con las normas y resulta que el derecho solo atiende a la racionalidad que es algo antagónico a los sentimientos.

La actual dicción de la ley por tanto, viene a suponer, en la práctica, la descalificación de una de las funciones más importantes de nuestra profesión. Si según qué cosas van a poder salir a la luz, se llevan por delante una de las funcionalidades más importantes de nuestro oficio: La de conseguir acuerdos beneficiosos para nuestros clientes. Cuesta de entender que nuestro legislador no tenga claro esto. Y si los abogados nos vemos compelidos a no poder hablar en confianza con el contrario, que el mundo sepa también que va a conciliar su señora madre, porque nosotros no vamos a poder hacerlo. Y soportar las consecuencias de según que sentencias, suele, a veces, ser muy duro y generalmente peor que un acuerdo, incluso aunque éste no aparente ser demasiado bueno.




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