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“Cuando has revisado y negociado cientos y cientos, sabes que ninguna de las partes va a dejar pasar una cláusula de arbitraje si no está dispuesta a todo lo que ello implica…”

 

Fue hace unos 5 o 6 años. Trabajaba todavía en El Mercurio Legal y leí una columna de análisis jurídico sobre un fallo de un tribunal superior, en el cual se hacía prevalecer la justicia ordinaria como sede de resolución de controversias de un contrato por sobre la cláusula compromisoria.

¿En buen castellano? A alguien, o sea, a un abogado como cualquiera de nosotros, se le quedó una cláusula que decía que respecto de ese contrato, las partes de sujetarían a los tribunales de justicia. Y no la eliminó o no le agregó “Sin perjuicio de lo acordado en la cláusula X”, que era donde las partes acordaron acudir a arbitraje.

No busqué el fallo en ese entonces ni lo he buscado para escribir este artículo editorial. Dejo constancia de que mi memoria podría engañarme en los detalles, mas la percepción quedó y se mantiene mes a mes, año a año.

Habiendo sido abogada in house toda la vida, sé que después de meses de negociar un contrato, muchos meses, teniendo 16 versiones con control de cambios, un buen número de gerentes de muy buen nivel por cada parte, cuando finalmente uno va a imprimir y revisa por última vez… encuentra errores.

Y cuando están todos los ejemplares impresos y uno está releyendo, ahora sí que sí, por última vez, rubricando cada página, nuevamente encuentras algo para corregir.

La intención de los contratantes es uno de los elementos de interpretación de los contratos. Y cuando has revisado y negociado cientos y cientos, sabes que lo específico prima por sobre lo general y que ninguna de las partes va a dejar pasar una cláusula de arbitraje si no está dispuesta a todo lo que ello implica. No hay representante legal que acepte obligar a la empresa a los usualmente altísimos honorarios de un árbitro —independiente o institucional— si no está convencido de que los beneficios en tiempo, dedicación y posibilidades de conciliación lo valen. Si iniciado un conflicto que no se logra superar, una de las partes se arrepiente del arbitraje y quiere hacer valer una cláusula general que ahí se quedó, porque a nadie le molestó, eso es otra cosa.

Cuando la Academia o la Administración de Justicia [así, con las mayúsculas que en Idealex.press no usamos] van desalineadas de la realidad, de la práctica habitual del Derecho, entonces como sociedad necesitamos que esos actores tengan un contacto mayor con el día a día de las transacciones jurídicas. No desde la resolución del conflicto, ni desde el mundo del pensamiento, sino desde un antes, un aquí y ahora.

La ley se encarga de proteger al más débil, pero fija marcos para quienes están en simetría; para contratantes que pueden renunciar a esto y aquello tras poner en la balanza beneficios que compensan ciertos riesgos. Sin embargo, el que nunca haya negociado a muerte cuando le intentan modificar la cláusula generalmente aceptada sobre caso fortuito y fuerza mayor, no será capaz de calibrar cuál fue la voluntad de las partes, de entender qué había en juego, qué se cedió en orden a qué se obtuvo.

Sin experiencia —que puede ser propia o de asesores y consultores—, no se logra esta “empatía jurídica” que debe operar en quien interpreta la intención de los contratantes.

Mercado, ventas, rentabilidad, estado financiero y poder de negociación son parte del Derecho: no se pueden dejar de lado como algo meramente accidental, un adorno que no merece consideración dentro de las ideas puras del experto.

Observé con aprensión cómo para el terremoto y maremoto que sufrió Chile en 2010 el caso fortuito y la fuerza mayor dieron paso a la debida diligencia: siempre pudiste haberlo previsto todo, siempre pudiste haber pagado seguros, haber hecho elecciones sabias, haber seguido el camino más largo, haber construido en terreno más alto, haber reclamado a tiempo, haber hecho proyecciones. Haber leído las noticias.

Siempre pudiste haber sido un “hombre” precavido, prudente, cauto.

La aprensión ha dado paso a una cierta angustia. Precavido, prudente y cauto no son calificativos que normalmente sean aplicables a nadie que haya formado una empresa, en la que uno se juega los ahorros, las inversiones de terceros, créditos bancarios, el respeto de los colaboradores y el propio nombre.

Detecto una apertura en quienes saben —realmente saben— de Derecho, pero no sé si es suficiente para llegar a interpretaciones doctrinarias y jurisprudenciales que conversen con la realidad. Creo que la seguridad de un ingreso fijo al mes atenta contra la comprensión de la volatilidad de ese mundo que vive en la incerteza, a menos que se haga consciente y se trabaje en los espacios de calma y reflexión que deben tener todos aquellos que dirimen por los demás.

 Reproducción autorizada por Idealex.press  Ver artículo original


Sofía Martin Leyton
Directora
Idealex.press




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