Borrón y cuenta nueva
A nadie le gusta que le echen un sermón. Ni siquiera si quien está en el púlpito es un juez. Desde hace años llevamos muchos magistrados clamando contra la politización de la Justicia, pidiendo la reforma de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), una norma que entrega el gobierno de la carrera judicial a un Consejo cuya composición está predeterminada por los grupos parlamentarios. Es una historia muy manida, que no merece la pena repetir.
¿Cómo convencer a los políticos de que renuncien al control que actualmente ejercen sobre el Poder Judicial? No se antoja tarea fácil. Al fin y al cabo, si de ellos depende abrir un expediente disciplinario a cualquier juececillo incómodo, mandarle una inspección o, simplemente, denegarle un permiso por enfermedad diríase, en principio, que no es muy inteligente desprenderse de tan formidables armas.
Pues, bien, me pretendo explicar, en muy breves líneas, que la clase política, en sí misma considerada, es la primera interesada en cambiar la situación actual. Y no porque deban dejarse conmover por monsergas moralizantes u homilías togadas; ni siquiera por atender al fondo decencia que se les presupone como servidores de la cosa pública. Simplemente, repito, por interés puro y duro.
La actual política de nombramientos es, acaso, uno de los ejemplos más útiles para ilustrar esta tesis. Como sabemos, los altos cargos de la carrera judicial son designados por el Consejo General del Poder Judicial, máximo órgano rector de la magistratura; y son, a su vez, las cámaras legislativas las que eligen a sus miembros, los llamados “vocales”; por tanto, son los grupos parlamentarios (o sea los partidos) los que pactan su composición en función de sus respectivos intereses. Como vemos, una soga que, más o menos larga, más o menos tensa, ata al político togado a Ferraz, Génova o cualquier otro cuartel general de la política.
Este sistema, como sabemos, ha dañado hasta límites impensables la imagen de nuestra Justicia ante la ciudadanía. Pero el problema que nos ocupa ahora es otro. Y es que configura los órganos de gobierno judicial en función de la coyuntura política del momento. De entrada, diríase que es una ventaja para el gobierno de turno. Y lo es. Sin embargo, cuando ese mismo gobierno pasa a la oposición, mudan las tornas. El mundo al revés: fortuna velut luna…
La lógica de este perverso montaje es lo que se conoce en teoría constitucional como spoil system, algo así como el “método del botín”. Esto es, la práctica propia de las sociedades clientelares en las que un partido, cuando conquista el poder, premia a los suyos (afiliados, amigos, secuaces o simples simpatizantes) con un generoso reparto de cargo. Es un hábito muy antiguo. Sin ir más lejos, en nuestra patria tenemos el antecedente de Enrique “de las mercedes”, monarca castellano que recompensó con memoriosa largueza a sus partidarios en cuanto se hubo ceñido la corona.
Aunque, a simple vista, tal estrategia se antoje muy beneficiosa para los mandamases de turno, a la postre, resulta autodestructiva, pues deja abierta la puerta a toda suerte de represalias y, en cualquier caso, supone instalarse en una permanente inseguridad jurídica que redunda en un desprestigio general. Apuntábamos supra que esa es la situación actual. Son las limitaciones de un miope cortoplacismo.
Afortunadamente ahora se nos ofrece la oportunidad de superar tan incómodo estancamiento. Nuestro panorama actual es bien incierto. No sabemos todavía quién nos gobernará. Pues bien, a nuestros partidos se les presenta un folio en blanco donde escribir el futuro. Borrón y cuenta nueva. Les conviene pactar un modelo que no beneficie ni a unos ni a otros, una instancia neutral donde dirimir sus conflictos con vocación de futuro, sin depender de los imprevisibles vaivenes de las reyertas de la oligarquía partitocrática. En realidad, se hallan en lo que el filósofo Rawls denominó “situación originaria”, es decir, ese momento fundacional en el que todavía están por escribir las reglas de juego. Es entonces cuando hay que pensar con ecuanimidad, sin inclinar la balanza de la Justicia. Y no sólo por ecuanimidad o dignidad moral, sino por puro interés, porque no nos conviene trucar, so pena de que se vuelva contra nosotros.
Y lo tienen bien fácil. Bastaría con volver al diseño del año 1980, a la composición mixta del gobierno judicial, cuando no sólo el Parlamento elegía a las vocalías, sino que también lo hacían los jueces. Una fórmula equilibrada que impedía que cojeara el sistema. En definitiva, un instrumento válido para cualquier gobierno, más allá de las miserias contingentes de un determinado episodio de culebrón de nuestra política menor.
La alternativa es poco alentadora. Deslizarnos hacía los grotescos espectáculos tercermundistas en los que se degradan naciones como Venezuela donde el enfrentamiento entre el Tribunal Supremo y el Congreso llena de rubor al mundo civilizado. ¿Es eso lo que queremos para nuestra España?
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