Las recién aprobadas por el Gobierno, Medidas urgentes en materia de vivienda y alquiler, reforman, una vez más, la legislación en arrendamientos urbanos, tanto en su vertiente sustantiva como procesal. Pocas ramas del Derecho son tan sensibles y provocan tanta alarma social como las afectantes a la vivienda y, muy especialmente, al arrendamiento de las mismas. Lamentablemente, el legislador, cualquiera que sea su signo político, nos tiene acostumbrados a moverse por impulsos, ante demandas sociales más o menos espontáneas que exigen resultados inmediatos. Consecuencia de ello, es usual observar en este ámbito, en los distintos Gobiernos, precipitación, falta de reflexión, incontinencia legislativa innecesaria, vaivenes injustificados que hoy protegen a los arrendatarios, pero que mañana ponen en tela de juicio sus más elementales derechos a una tutela judicial efectiva.
Si tomamos como base las disposiciones todavía vigentes, aunque sea parcialmente, sobre el alquiler de viviendas y que arrancan de la preconstitucional legislación del año 1964, se nos muestra un péndulo que ha oscilado desde la más radical protección del arrendatario de la primera de aquellas, hasta la más liberal del 2013, volviendo con esta última reforma que acaba de aprobarse, a posiciones más proteccionistas. Muy al contrario de lo que pueda parecer, estos cambios no siempre han obedecido a un supuesto ideario ideológico del Gobierno de turno, sino más bien a un contexto social determinado y a los impulsos irrefrenables de responder a pretendidas necesidades de los ciudadanos en un momento determinado. De este modo podemos observar como el mayor nivel de proteccionismo de los arrendatarios lo encontramos durante el régimen anterior en el que los contratos firmados a la luz de la normativa del 1964, de los que todavía hoy quedan algunos vigentes, estan sujetos a prórroga forzosa de forma tal que el inquilino tiene la posibilidad de quedarse en la vivienda hasta su fallecimiento y aun con derecho a continuar en ella en determinados supuestos, su cónyuge y descendientes. Por el contrario, la mayor liberalización se produce durante el mandato de un gobierno socialista, pues es en el año 1985, con el popularmente conocido como Decreto Boyer, cuando se pone fin de forma radical a la situación anterior, de modo tal, que la duración de los contratos pasa de poder ser “cuasi-eterna” a regirse por el plazo libremente pactado por las partes. Dicha liberalización la corrige un gobierno de igual signo que el anterior, con la Ley 29/1994, de 24 de noviembre de Arrendamientos Urbanos, con mayor consenso al que últimamente estamos acostumbrados, estableciendo una duración legal mínima del contrato para el arrendatario, de 5 años, pues se considera que éste requiere de una mínima estabilidad en un bien tan necesitado de protección como es la vivienda. Con la reforma del 2013 el plazo de duración mínima se sitúa en 3 años, volviéndose ahora con esta reforma, de nuevo en efecto péndulo, al anterior plazo de 5, con la más que discutible excepción para los casos en los que el arrendador sea una persona jurídica, en los que entonces aquella duración mínima será de 7 años.
Mayor incontinencia ha sufrido en esta materia la legislación procesal, ante la necesidad acuciante, especialmente durante la última década, de agilizar los juicios de desahucio arrendaticio, pues el ciudadano medio no puede comprender que, a diferencia de otros países de nuestro entorno, se pueda tardar hasta un año, lógicamente cada supuesto es distinto, en lanzar al arrendatario que ha dejado de pagar la renta. El legislador, de ambos signos políticos, ha respondido en las sucesivas reformas de nuevo impulsivamente olvidando que el problema no es tanto de carácter procedimental como endémico, derivado del deficiente funcionamiento de la Administración de Justicia, consecuencia, fundamentalmente, de la falta de medios de la que está dotada la misma. Ahora, con esta última reforma recién aprobada, el péndulo retorna en su oscilación, e introduce bien intencionadas medidas de protección de situaciones de vulnerabilidad, pero, qué lástima, alejadas como tantas otras veces de la realidad, y que probablemente requieran de una próxima corrección puesto que la ejecución de determinados desahucios se eternice injustificadamente, ante la requerida intervención de los Servicios Sociales. De nuevo se desconoce la realidad, se ignora la falta de medios de aquellos Servicios para realizar su labor. Habría bastado preguntar a los propios funcionarios de la Administración de Justicia, procuradores de los Tribunales o letrados que estamos presentes en los lanzamientos, para constatar la impotencia de los propios Servicios Sociales cuando se requiere su presencia, hasta ahora excepcionalmente, al verse imposibilitados de cumplir su cometido.
Resulta difícil de entender que si en este caso lo que se pretendía era incrementar la protección de los arrendatarios, la reforma olvide el grave perjuicio que se les puede ocasionar a estos en el caso de que su contrato no se halle inscrito en el Registro de la Propiedad si la vivienda se transmite o ejecuta por ejemplo por el impago de un préstamo hipotecario; o que no ponga remedio a los problemas que sufren aquellos a los que se les dificulta la recuperación de las fianzas entregadas y que se ven obligados a acudir largos y costosos juicios declarativos ordinarios.
Los profesionales del derecho, cualquiera que sea nuestra ideología, solo podemos pedir mayor reflexión en reformas tan importantes y de amplio calado social y que en cualquier caso requieren de un necesario rigor técnico del que lamentablemente adolecen.
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