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Una de las grandezas de nuestra profesión, es la de poder “arreglar” las cosas estableciendo acuerdos y/o pactos que eviten el riesgo de perder el asunto en un juicio. El dicho popular de pleitos tengas y los ganes cobra, en estos casos, todo su sentido. También aplicamos a este tipo de gestiones aquella norma sagrada de “mejor un mal acuerdo que un buen juicio”. Y la cosa, no es que celebrar un juicio sea algo malo. De hecho, a mi me encanta celebrar juicios. Pero no debemos perder de vista que el cliente es quien se juega los dineros, cuando no el honor o cosas mucho más serias. Y desgraciadamente, hoy por hoy, llevar algo a juicio, es, primero, armarse de paciencia, porque la cosa va a ir para largo, para muy pero que muy largo y segundo, jugársela al 50%. Cuando uno pisa el umbral del Juzgado, éste es el porcentaje de probabilidades que todos tenemos de ganar. Por razón que pensemos tener.

Ocurre, no obstante, que últimamente se dicen haber pactado cosas que luego resulta que no y que, también, se plantean juicios que desde el primer momento son claramente inviables. Y digo esto porque ésta ha sido mi tónica de esta semana: Supuestos despidos pactados por cantidades que no respondían luego a lo que nos habían vendido y juicios planteados desde el minuto cero, de forma incomprensiblemente inviable. Y el denominador común de todos los casos ha sido el mismo: Falta de comunicación o de entendimiento entre las personas. Uno dice una cosa y el otro interpreta otra y consciente o inconscientemente, se lleva el asunto a conciliación o juicio… y es allí, cuando nos damos cuenta de que nada era lo que parecía de entrada. El sarao que luego se lía suele ser épico y resulta que era del todo evitable, si las partes hubiesen actuado de forma responsable y asegurándose de que la otra comprendía perfectamente lo que se estaba cociendo.

Se constata, y cada vez más, que la gente funciona a lo loco, que las palabras pierden todo su significado y que prevalece la resolución rápida del ya para ya, de cualquier manera y sin atender a las consecuencias de una mala gestión del conflicto, que a veces, resulta más perjudicial que el conflicto mismo.

No me cansaré de repetir que es el abogado y no el aficionado, quien debe gestionar la resolución del conflicto desde el mismo momento en que éste se produce.




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