En muchas ocasiones, la respuesta es más bien la segunda. La Sección 28 de la Audiencia Provincial de Madrid, especializada en asuntos mercantiles, analiza la responsabilidad de un consejero que accede al cargo en una situación de crisis societaria, y confirma la sentencia que le impone la responsabilidad por deudas sociales anteriores incluso a su nombramiento. Es la sentencia de 22-07-16.
Uno de los mantras más repetidos de los últimos años en el ámbito del asesoramiento de empresas es el que afirma que la administración de sociedades se ha convertido desde hace años en una profesión de auténtico riesgo.
Ser administrador de una compañía no requiere del previo cumplimiento de unos requisitos legales, ni de la acreditación de una mínima formación, conocimiento del negocio, ni de especiales dotes organizativas o comerciales; lo cual, dicho sea de paso, no es tiene porque ser algo malo. Al contrario, pues lo que sí parece poco razonable sería establecer barreras al emprendimiento y exigir titulaciones para poder administrar o regentar un negocio.
Ahora bien, una cosa es que no se precise de especiales conocimientos económico-jurídico-financieros para ser administrador, y otra bien distinta es que no deba exigirse a todo gestor de patrimonios ajenos que tenga una dedicación adecuada, que se le obligue a informarse de la marcha de los negocios y, en general, de todo aquello que pueda afectar al normal desarrollo de la actividad. De hecho, la nueva formulación del deber de diligencia –art. 226 LSC- así lo impone expresamente.
Todo el mundo puede comprender que las expectativas de una empresa gestionada por un administrador florero -que no es diligente, que no se informa- no son precisamente halagüeñas. Pero lo que probablemente ignora ese administrador poco diligente (precisamente porque no se informa), es que en situaciones de crisis empresarial derivadas normalmente de problemas de insolvencia o de déficit patrimonial, la Ley le concede un raquítico plazo común de dos meses –art. 2 LC, art 367 LSC- para corregir el rumbo de la compañía; y si no lo hace, puede que descubra en ese momento dos cosas: (i) que su patrimonio puede quedar afecto al pago de las deudas sociales, y (ii) que en nuestro país la responsabilidad patrimonial es universal -1.911 CC-, y debe afrontarse con todos los bienes, presentes y futuros que uno titule.
A quien todavía dude de la necesaria y progresiva profesionalización en el ejercicio como administrador social debemos recordarle que todas, absolutamente todas las reformas de los últimos años, las que se elaboran en España y las que se imponen siguiendo los dictados de la Unión Europea y del G-20, todas ellas han puesto especial énfasis en mejorar los sistemas de control interno de las empresas y, entre otras cosas, en la necesidad de regular los deberes –diligencia y lealtad- de los administradores en aras de una deseable mejora del gobierno corporativo.
En un momento de especial agitación y efervescencia por los graves escándalos financieros, nuestro amado legislador introdujo en su reforma del Código Penal del pasado año 2015 algunos cambios no precisamente menores en la materia; y como resultado de esos cambios, la insolvencia en España ya no solo resulta perseguible cuando sea dolosa (buscada por el deudor), sino que el tipo penal ha sido modificado y ahora los administradores pueden responder por mera imprudencia. ¡Penalmente!
Pero volviendo al hilo del enunciado, retomando el tema que nos ocupa de la mano de la Sección 28 de la Audiencia de Madrid, especializada en asuntos mercantiles, el objeto de la entrada de hoy es comentar el riesgo específico que asume el administrador –en este caso, simple vocal- al aceptar pasar a formar parte del consejo de una empresa con graves problemas de equilibrio patrimonial. Seguramente ese consejero hubiese hecho bien en preguntar antes de aceptar el nombramiento cuál era el estado de la compañía. O mejor aún: debió preocuparse de averiguarlo personalmente; y, además, debió darse prisa en hacerlo. Porque ante determinadas situaciones que la Ley considera peligrosas para el tráfico mercantil, los administradores sociales sólo disponen de un plazo de dos meses para corregir problemas de déficit patrimoniales y financieros. Así de fina es la línea entre un administrador que no responde de las deudas sociales y otro que va a ver su patrimonio arrastrado por la crisis empresarial.
Los hecho del caso analizados por la Audiencia son así:
- Una sociedad con problemas económicos contrata a otra el suministro de una mercancía, siéndole entregada entre los meses de abril y diciembre de 2004.
- La adquirente no atiende el pago por las dificultades económico-financieras que atraviesa; de hecho, ese ejercicio 2004 lo cierre con pérdidas cualificadas.
- En febrero de 2006 accede al consejo un nuevo consejero. No se molesta en conocer que la empresa lleva varios años en desequilibrio; o, si lo conoce, no actúa en consecuencia.
- La empresa acomete sucesivos aumentos de capital que no sirven para devolver el equilibrio a sus cuentas.
- El citado consejero cesa en 2009, siendo sustituida la vacante por otro administrador.
- La deuda nunca es satisfecha, y se demanda a todos los miembros del órgano de administración (incluido el que abandonó el cargo en 2009), menos al último en acceder tras producirse la vacante.
- El administrador dimisionario en 2009 se opone a la demandada en exigencia de responsabilidad personal y alega, entre otras cosas: (i) un inexistente litisconsorcio pasivo necesario, por no haberse llamado al administrador que le sustituyó al él; (ii) que la deuda era muy anterior a su aceptación del cargo, por lo que nada tuvo que ver con su generación; (iii) que la sociedad demandante conocía perfectamente la situación de crisis societaria de la empresa, por lo que asumió el riesgo y no puede ahora demandar que los administradores respondan del impago.
El Tribunal analiza primero qué tipo de acción se ejercita, –se hablaba de un cierre de facto y de causas de disolución-, y desmonta a continuación, uno a uno, los argumentos defensivos del demandado. De todos los razonamientos el que nos parece más interesante, es el referido a la verdadera especificidad de este caso, y es que nuestro consejero, efectivamente, había asumido la gestión de la compañía varios años después de que se generase –e impagase- la deuda.
Dado que lo ejercitado no era una de las acciones indemnizatorias –social, individual-, sino la acción cuasiobjetiva de responsabilidad por deudas, lo único relevante era determinar dos cosas: (i) en qué momento acaeció la causa de disolución por entrar en pérdidas cualificadas la empresa, concluyéndose que fue a lo largo de 2004, y (ii) cuál fue la conducta del consejero desde que accedió al órgano de administración en febrero de 2006, y, en concreto, si promovió en el plazo de dos meses alguno de los remedios legalmente contemplados.
Una vez comprobado por el Tribunal que el consejero permaneció impasible ante la situación de crisis societaria, y que dejó transcurrir el escueto plazo legal, se le condena a responder solidariamente de la deuda generada en 2004, por más que él no entrase en el consejo hasta el año 2006.
Y cuando se queja amargamente, preguntándose por qué no se había llamado también al pleito al administrador que le sucedió en 2009, la Audiencia le recuerda que no cabe alegar litisconsorcios pasivos necesarios dado que la responsabilidad de los administradores es solidaria.
Pero por más que las normas y las resoluciones judiciales y administrativas evolucionen en el sentido apuntado (siempre incentivando comportamientos diligentes de los administradores sociales, bajo amenaza de hacerlos responsables de todas las deudas sociales), seguimos viendo todos los días comportamientos imprudentes, y también a profesionales cansados de advertir que una sociedad anónima o una limitada no significa que si el negocio va mal, la responsabilidad se limite a la aportación al capital.