Esto de dedicarse, como abogado, a las vidas ajenas, tiene su aquel. Cada asunto, en el mejor de los casos, parece una triple partida de ajedrez; se juega frente al cliente, frente al contrario y frente al juez. En el peor, se parece a un circo con tres pistas, pasando de una a otra, de otra a una o a la otra, en equilibrios casi imposibles. Quizás, como la vida misma. Y en esos juegos y equilibrios, las circunstancias agudizan la atención, y el abogado despierto, como el hombre despierto, no puede sino enterarse, quiera o no, de aquello cuyo interés concierne al asunto y, de aquello ajeno al asunto, cierto contexto.
Y un día, en un acto social coincidimos; no era una boda, no era una fiesta, ni tampoco nochevieja. Ella espalda al aire; el, como siempre; ambos, para la foto de los ecos de sociedad. Y, a poco más de dos metros, tanto rato sin poder mirar si no al frente, los cuellos debieron quedárseles rígidos.
Viven fuera de la capital; se construyeron un chalet. La puerta de acceso, de seguridad, de mucha seguridad, blindada; los cristales de las ventanas, blindadas. Cámaras de seguridad, por doquier.
Llegó al despacho con un socio y una demanda bajo el brazo. Entre otros negocios, por internet, compran automóviles de alta gama a precio bajo; y por internet los venden. Antaño, en el arrabal del puente romano, curioso espectáculo, los tratantes compraban y vendían burros, caballos, ganado; hogaño, hoy por internet, arrabal extraño, nuevos tratantes, compran y venden automóviles.
El automóvil tuvo un fallo, el comprador lo llevó al taller del concesionario de la marca. Aquello no podía ser, pues ese automóvil, con esa matricula, estaba circulando por Galicia. Y ya se sabe, lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Tras las pertinentes comprobaciones, así lo entendieron también los miembros del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, y a la sazón, el comprador, el automóvil quedó inmovilizado.
El comprador fue a su abogado. La cuestión procesal a decidir fue, si por lo civil o por lo criminal; y eludiendo la prescripción de un posible delito, por aquello de la rapidez, decidieron por lo civil. Les reclamaba lo pagado, y no era poco. Ambos socios, afirmaron la compra legítima del automóvil y, alegaron ser ellos víctimas de un engaño. El plazo de contestación llegaba a su fin, era preciso centrarse en ella y dejar para más adelante la reclamación al vendedor. ¿No sería mejor un allanamiento y reclamar a quien les vendió? No, de ninguna manera. Miren que, …, ¡no!
Llegó el momento de la proposición de pruebas, junto a otras se comunica a los clientes la pretensión de la testifical de quien les vendió, y con ella, la necesidad de concretar información de esta persona; no pudo ser.
Llegaba la fecha del juicio, se fijó una reunión para preparar sus declaraciones. El se retrasó, y su socio, en la conversación a solas conmigo, lo cantó. El automóvil, como otros más, era robado y lo sabían. Las conversaciones con el abogado contrario alcanzaron su sentido.
El asunto se perdió, devolvieron el dinero y pagaron las costas procesales. El automóvil, primero inmovilizado, después a disposición judicial, acabó en manos de la persona a quien se lo habían robado y cuyo robo había denunciado. Y nunca se interpuso acción contra quien estuviera detrás de la página web del vendedor. Como se dice: y no se gana ese dinero todos los días.
Algún tiempo antes, un impago del amigo acabó en un pedrusco en el parabrisas de su coche, en un agarrón por la pechera y, en una llamada telefónica al padre. Más o menos conocí el breve contenido de la conversación; y a mí, que andaba por mi despacho, a mí, me toco recibir al impagado y recibiendo sus explicaciones recordó, muy orteguiano el, aquello del “yo soy yo y mis circunstancias”, estas circunstancias eran, básicamente, su Código Civil y su Ley de Enjuiciamiento Civil, o sea, sus manos, derecha e izquierda. Es de los pocos españoles a quien la lentitud de la Justicia no le preocupa; esas manos, bien abiertas, bien en puño, aceleran la toma de decisiones: al padre le faltó tiempo para soltar la pasta, y yo me enteré de aquello que no me importaba, y de aquello y de aquello.
Algún tiempo antes, …, Ahora, algún tiempo después, ahí lo encuentro, a dos metros, preparado para salir en los ecos de sociedad, y observando la rigidez de cuello y su mirada al frente para evitar cruzar la vista, sonrío y me pregunto ¿será cierto lo de la habitación del pánico en su casa?
Si, en ocasiones, el ejercicio de la abogacía es un circo con tres pistas. Estas, queramos o no, conforman el contexto, bien de un caso, bien de un cliente. Sus problemas, los de los demás y la forma de solucionarlos. En esas pistas ejercemos, y en ellas, antes o después, el escepticismo nos impregna. Es normal, es natural. Ha sucedido siempre a lo largo de la historia en cuanto a lo común, y a lo largo de las vidas en cuanto a lo personal. Desde un principio sabemos que “no hay nada nuevo bajo el sol”, pero el ímpetu juvenil tiende a pensar en lograr los posibles cambios, lo que pasó no tiene porqué seguir pasando, lo que nos pasó no tiene que pasarle a quienes vienen detrás.
Y vamos viviendo, vamos trabajando, y como San Pablo, antes o después nos caemos del caballo, nos golpeamos la cabeza, y vemos la verdad: todo sigue igual. Ayer los tratantes de ganado, hoy los de automóviles. Siempre la trampa. Siempre conociendo el contexto de las vidas ajenas, conociendo las verdades del barquero; y siempre, siempre, callando por aquello del secreto profesional.
Esto del secreto profesional, aunque incómodo, no es cosa baladí. En la Constitución se recoge (art. 24.2) “La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”, y en el artículo 543.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que “Los abogados deberán guardar secreto de todos los hechos o noticias de que conozcan por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional, no pudiendo ser obligados a declarar sobre los mismos.”
Cuando se te cita como testigo en causa penal contra quien ha sido tu cliente, cuando se alegan esos artículos y el Juez a instancia de letrado te dice que o te presentas, o multa y la Policía te va a buscar; cuando te presentas para evitar problemas y te has de enfrentar al “colega” y al juez; ¿qué pensar? De pie, ante un micrófono, respondiendo a las preguntas de identificación de un juez que se pasa por el arco del triunfo la Constitución y la Ley, más el Estatuto de la Abogacía; de pie, viendo a un lado al abogado inepto, a quién ya en instrucción le traté como el leguleyo que es, y cuya designación como testigo me ha hecho estar allí ¿qué pensar? Lo sé todo, conozco el contexto, el de los hechos, el económico y el familiar; de hablar, su abogado actual no se ha opuesto a mi declaración, si el inepto sabe preguntar, si quiero lo hundo, ¡se lo merece!; de hablar. Hablo y alego mi condición letrada, mi real conocimiento de los hechos, y el derecho constitucional a respetar mi secreto profesional. Mi, mi, mi. Y como siento asco, de pie, ante el micrófono, mi cara denota el desprecio a ese juez y a ese abogado. Han tratado de romper no mi, mi, mi, que yo no soy nada, sino nuestro sistema de garantías constitucionales, y su abogado actual no ha dicho nada. Recojo mi DNI y salgo de la sala.
Y ahora, a escaso dos metros, sonrío y retóricamente me pregunto, ¿este habrá cambiado, o como el escorpión de la fábula, seguirá a su naturaleza y seguirá picando a las ranas que le ayudan a pasar los ríos?