Situarse en el límite de lo éticamente aceptable es, desde luego, lo último que se plantearía cualquier individuo que lo único que sale de los dedos hacia la pantalla del dispositivo que maneja en forma de megáfono de su propia opinión es odio o, simplemente, basura. La falta de empatía y gusto es la marca que distingue algunas cuentas que circulan por la red, vomitando mensajes que reflejan, a juzgar por los seguidores que detentan, la pobreza mental de parte de la sociedad en la que nos movemos.
La incultura en algunos casos, el egocentrismo a toda costa en otros o la proliferación del odio ideológico, es lo que mueve a esas mentes obtusas a hacerse notar. Por tanto, las razones son varias y van desde la económica pura y dura porque con ello hay ciertos personajes que se forran, el proselitismo, hasta la simple burla insolidaria egomaníaca.
El animus iocandi o intención de broma unida a la vocación de denuncia social que puede haber en muchas otras conductas, queda al margen del derecho penal. Si así no fuera, iríamos para atrás como los cangrejos. Valgan como ejemplo entre otras, - el mes en el que estamos impone-, manifestaciones culturales como el carnaval que, precisamente en mi tierra, forma parte de la idiosincrasia de un pueblo que, por inercia acaba …, ¡bien! … acabamos riéndonos de casi todo. Aunque en alguna ocasión lo que digamos o expresemos tenga maldita gracia, entendiendo esto en el más amplio sentido del término.
La libertad de expresión
También es amplísima, afortunadamente. Y el derecho penal no se mete con el mal gusto, la idiotez o con algunos personajillos que fantasean con la idea de adoctrinar con mensajes de odio. Para frenar esas conductas o al menos para que no proliferen hasta resultar preocupante, es suficiente con dar de lado a los que las emiten. Los meros exabruptos y bravatas quedan ahí como fruto de eso, de la libertad de unos dementes que, a lo más que pueden aspirar es a la posibilidad real de tener una palestra con la que entretener a su público prodigando insensateces. Lo dicen incluso nuestros tribunales, que el mal gusto o las expresiones molestas o hirientes están amparadas por la libertad, como no podría ser de otra manera, siempre que no se conviertan en insulto, vejación o humillación de una persona concreta, especialmente, cuando afectan al honor, la intimidad y la propia imagen. A lo cual habría que añadir la protección de una serie de colectivos susceptibles de especial tutela como la infancia, la juventud y las víctimas de violencia de género (Aquí)
El límite, parece que lo están situando nuestros tribunales entre la frontera de esa libertad de expresión de la que hablamos y la provocación. Es decir, en la posibilidad de que se cree un peligro real de que se cometan actos ilícitos. Lo cual no deja de tener su lógica, aunque pueda ser discutible el hecho de valorar cuándo y cómo acontece realmente ese peligro. El problema surge cuando, aparte de esos colectivos mencionados, se priorizan valores meramente simbólicos y se actúa con exceso de celo ante ciertos temas y sin embargo no se utiliza el derecho penal para frenar movimientos que históricamente han llevado al ser humano a auténticos desastres.
El que se sobrevaloren símbolos y se penen manifestaciones proselitistas en un sentido u otro, depende en buena manera de los cambios en la legislación penal. Y desde luego que últimamente, en vez de avanzar en la despenalización de la opinión, pareciera que tomásemos un rumbo distinto.
Los delitos de odio
Es esto realmente lo que históricamente nos ha llevado, como decía anteriormente, a verdaderos desastres humanitarios. Y las conductas que, a continuación se van a relacionar, cuando son promovidas o apoyadas en las redes, están tipificadas para que tengan sus consecuencias penales.
El artículo 510 del Código Penal castiga el fomento o la incitación al odio y a la hostilidad contra grupos o personas por su pertenencia a una determinada religión, etnia, origen, sexo, enfermedad u orientación sexual; la difusión de material que fomente o promueva dicho odio o violencia; la negación pública o el enaltecimiento de los delitos cometidos contra grupos o personas, por razón de su pertenencia a una determinada religión, etnia, origen, sexo, enfermedad u orientación sexual; así como las conductas atentatorias contra la dignidad consistentes en una “humillación, menosprecio o descrédito” de dichas personas o grupos de personas.
La diferencia entre el simple gamberro y el auténtico sociópata que encarna algo más que un peligro potencial, estriba en la capacidad o poder que tiene éste último de arrastrar la opinión para convertirla en acción. Y ante esto, nuestro mundo no ha sabido reaccionar cuando la prueba de ello la tenemos en cómo van ascendiendo paulatinamente líderes políticos cuyo mensaje principal se basa en el odio. Un odio activo que puede llegar a ser fulminante.