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Con diez megas de banda, fibra óptica en popa, a toda vela, no corta internet sino vuela una descarga ilegal. Cine pirata que llaman, por su precio ‘el Sinsentido’, en toda la red conocido, del uno al otro confín.

En los últimos tiempos ha surgido un ladrón de propiedad intelectual, un carterista de derechos de autor llamado piratería digital, que alcanzó cotas máximas, en España, entre 2009 y 2013 con más de un 80% de las consumiciones digitales de forma ilícita. Ante tal amenaza, los Estados de todo el mundo han puesto en marcha una batida a través de vías las penales, las civiles y campañas de sensibilización. Sin embargo, en lo que no se han puesto de acuerdo los grandes Estados soberanos es en a quién perseguir, algo clave en una persecución.

La defensa de la propiedad intelectual es una exigencia jurídica que viene dada por la unión del reconocimiento constitucional del derecho a la libre creación intelectual, implícito en el artículo 20.1.b) de la Constitución, y del derecho de propiedad de su artículo 33. Para poder desarrollar este cometido, la obra intelectual disfruta de su propia normativa reconocida en el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual –que muy recientemente ha sido objeto de una importante reforma a través del Real Decreto-ley 2/2018–. En la era de la información y la tecnología, ésta es un componente sustancial. Teniendo en cuenta la repercusión cultural y económica que toda la producción artística y científica genera en nuestra sociedad, su defensa se convierte en un factor esencial.

Es por esto por lo que la piratería no afecta únicamente a un individuo, sino a toda la población; pues traba el avance, el progreso y la creatividad que hacen de este mundo un lugar mejor. La vulneración de los legítimos derechos de los creadores supone un verdadero fraude a la sociedad en su conjunto, al no reconocer al autor su autoría, privarle de su justa compensación económica y atacar, directamente, al Estado de Derecho, establecido en el artículo 1.1 de nuestra Constitución.

Así pues, en los artículos desde el 270 al 277 de nuestro Código Penal quedan tipificados los delitos más graves contra este pilar de nuestra civilización. Con penas que oscilan entre multas de 12 salarios mínimos a 6 años de cárcel, el sistema jurídico español castiga a todo aquel que, por ejemplo, “con ánimo de obtener un beneficio económico directo o indirecto y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya, comunique públicamente o de cualquier otro modo explote económicamente, en todo o en parte, una obra o prestación literaria, artística o científica […] sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios.” (art 270 CP).

Es decir, en nuestro país se persigue a aquel que distribuye o comparte la obra y al que sortee medidas tecnológicas de protección o importe dispositivos que lo hagan. Quien entra o no en este rango es un concepto nada fácil de clarificar y en el que la jurisprudencia va avanzando, marcando un antes y un después la sentencia de 13 de febrero de 2014 del TJUE, en el asunto C‑466/12, más conocida como Caso Svensson, que soluciona en parte el debate en la doctrina y la jurisprudencia sobre la naturaleza jurídica de los enlaces a obras protegidas por derechos de autor en internet.

Pero lo que sí queda claro, sin ningún tipo de duda, es que en España no se persigue al consumidor, a diferencia de lo que sucede en otros muchos países. Es más, solo existe una sentencia declarando culpable a un consumidor, la del Juzgado de lo Mercantil número 1 de Bilbao de 28 de enero de 2018, que ha condenado a un usuario de internet por “piratear” la película “Dallas Buyers Club” a compensar a la productora propietaria de la obra cinematográfica con la cantidad de 150 euros.

Por lo tanto, en nuestro país, salvo por la excepción que confirma la regla, el consumidor queda impune. Y este hecho se traduce en datos. En 2017 hubo 4.005 millones de accesos digitales ilegales a contenidos por valor de 21.899 millones de euros según “El Observatorio de la piratería y hábitos de consumos de contenidos digitales”, es decir, unos 87 contenidos por habitante al año. Sectores como las series o el cine presentan más de un 30% de las consumiciones irregulares y, en años anteriores, hasta un 51% de los internautas reconocía que descargaba contenidos ilícitamente.

En contraposición con lo que ocurre en otros lugares, como en Reino Unido, donde las penas por consumición de contenidos ilegítimos pueden llegar a ascender a los 10 años si la actividad no cesa tras varios avisos, como se prevé en la Copyright, Designs and Patents Act 1988, s 198(5A) tras la redacción que le da la Digital Economy Act 2017, s 32(5). Esto se traduce en que tan solo un 16% de los internautas descargan contenidos piratas. El tanto por ciento de reproducciones ilegales baja al 8% en películas y al 7% en series.

En Alemania, existen cuantiosas multas destinadas a todo aquel que ose usar los “torrents” u otros métodos similares para descargas; y en Francia, tras dos avisos, se le corta el suministro a internet a ese usuario sin que este deje de estar obligado a pagar las cuotas. Ambos países han tenido en la última década mucho mejores resultados en esta lucha que el nuestro, pues no solo buscan al distribuidor, sino que el consumidor es también objeto de persecución.

Y parece que, por fin, el Estado español ha puesto el foco en los usuarios, con grandes campañas de concienciación, entre otras medidas, que han hecho que, por ejemplo, este año la piratería haya caído un 6%. No vendría mal que éstas vinieran de la mano de sanciones, por si acaso no se les consigue quitar ese gen pirata.




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