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Los que vestimos de negro en los juzgados andamos suspirando estas fechas por aparcar nuestras togas durante un mes aprovechando el cierre del kiosko judicial. Y en éstas que ando para liberar mi mente de pleitos, querellas, juzgados y comisarías, de lo que no puedo abstraerme, por eso este post veraniego, es de la idea de qué habremos hecho tan mal para estar como estamos. Y ya no se trata de la brutal crisis económica en la que vivimos. Sino de la que se nos puede venir encima a menos que nos dé por utilizar la cabeza, remedio éste que si observamos la historia, no es que haya sido un recurso demasiado frecuentado por la humanidad.

Los delitos de odio

Nuestros sistemas penales se esfuerzan cada vez más por tipificar conductas que nos han llevado históricamente a desastres. La última reforma del nuestro, que encuentra parangón en cualquier otro Código Penal occidental, contiene una amplia batería de conductas punibles en materia de persecución del odio y la violencia que tienden a proteger la diversidad y penar aquellas basadas en la hostilidad y la discriminación contra grupos o personas por su pertenencia a una determinada religión, etnia, origen, sexo, enfermedad u orientación sexual.

Sin embargo, pareciese que éstas no alcanzan a nuestros políticos. Al menos a unos pocos que, fundamentando su ideología en esos aviesos motivos, no es que se vayan de rositas, sino que ascienden como la espuma en momentos de crisis como el que vivimos, muy dados al miedo a la libertad de la mayoría que, confiando en el mensaje de seguridad y confianza frente al terror que vocifera un iluminado, abandonan su propia individualidad para que sea otro el que “piense” y actúe por ellos.

La libertad ideológica y de expresión 

Cualquiera conoce que ambas tienen sus límites. Y desde luego que los juristas, a raíz del análisis de las sentencias en esta materia, muy en boga últimamente a raíz de la proliferación de las redes sociales, vemos como como nuestros tribunales establecen unas fronteras racionales entre lo que es la libertad y lo que supone la barbarie.

Pero ante la aparición de mesías armados hasta las cejas con un arsenal de mensajes perfectamente punibles, nuestro sistema, paradójicamente se detiene y da pábulo a estos descontrolados para que entren en el mismo con ideas que, llevadas a la práctica, pueden acabar destruyéndolo.

Conclusión

Cualquier civilización tiene el legítimo derecho de defenderse frente a las amenazas directas o indirectas que recibe del exterior. Y la nuestra, desde luego, como la que más de esos descerebrados que, armados de gente a los que les roban las pocas ideas que pueden tener, les colocan explosivos en el pecho o en los bajos de un automóvil dispuestos a arrasar con lo que sea.

Pero si seguimos utilizando el código penal solo para unas cosas y lo obviamos para otras más grandes, podríamos acabar con un sociópata con nombre de pato marcando a nuestros potenciales enemigos las señales del área que tienen que bombardear. Al membrillo en cuestión le va a dar igual, porque a cambio, ya se cuidará muy mucho para que no le toquen a él.

Lo mismo los demás nos vamos todos al carajo.

 




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