Desde hace años aparecen en los medios cada vez más noticias relacionados con lo que se conoce como delitos de odio. Hace unos días se suscitó la polémica cuando la Fiscalía abrió diligencias contra el programa de TV3 L’AU PAIR, por un momento protagonizado por el Mag Lari cuando jugando con dos niños disfrazado con una máscara y unos guantes dijo: “Soy el calamar gigante, vengo a comerme a la princesa. Hablo en castellano, que así parezco más malo”. Por parte de “Hablamos Español” se reprocha que el programa va dirigido a un público infantil, con falta de capacidad de discernimiento y por tanto se tilda dicha frase de “adoctrinamiento hispánofobo”, de un delito de odio a lo español.
La respuesta debe ser un no rotundo. El derecho no castiga sentimientos, no se castiga una ideología, ni una forma de pensar. Sin embargo, la polémica creada por el uso mediático, coloquial y judicial del término conocido como “delito de odio”, merece que los juristas podamos conceptualizarlo para delimitar cuando una expresión de odio, hostilidad, intolerancia y animadversión está o debe estar tipificada como delito. La delimitación de qué son y qué no son es clave para que no se diluyan derechos como el de la libertad de expresión.
Si odiar no es delito, ¿Qué entendemos por delito de odio?
Para empezar diremos que el Código Penal no habla de delitos de odio, término que ha sido acuñado socialmente.
La realidad es que su regulación se dispersa por diversas partes del texto legal siendo el precepto por excelencia el que se recoge el art. 510; hay otros dos delitos “de odio”, más específicos, relacionados con el terrorismo: el enaltecimiento del terrorismo y menosprecio a las víctimas del terrorismo (art. 578 CP), y la difusión de mensajes que incitan a la comisión de actos terroristas (art. 579 CP). Por otro lado, y quizá no menos importante, pero si más desconocida, es la existencia de una agravante (circunstancia que supone poder aumentar la pena en un delito) que se conoce como de “odio discriminatorio”. Así, el artículo 22.4 del Código Penal señala que es una agravante: “Cometer un delito por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, razones de género, la enfermedad que padezca o su discapacidad”.
Refiriéndonos al citado art. 510 CP diremos que sanciona a quien públicamente realice el fomento, promoción, o incitación directa o indirecta al odio, la hostilidad, criminación o violencia contra las personas por uno de los motivos anteriores (sexo, raza etc). Si nos centramos en ejemplos de conductas podemos decir que si la conducta consiste en una palabra necesariamente deberá incitar al odio por lo que no valdrá cualquier insulto y, en cambio, si es una acción siempre tendrá que tener esa finalidad de odio contra la persona por pertenecer a un colectivo de los reseñados.
Sin entrar en cuestiones de teoría jurídica si llamamos la atención sobre alguna característica llamativa de estos delitos, y es que, muchas veces, víctima y agresor son personas totalmente desconocidas entre sí. Aquí la víctima tiene una especie de condición simbólica al no ser atacada por ella misma sino por lo que representa (por su pertenencia a ese colectivo) lo cual supone que no puede disminuir la probabilidad de ser agredida de nuevo, y es que, en estos delitos, la intencionalidad no pasa tanto por atacar a Juan o a Pepe sino por el mensaje de rechazo que se lanza con ese ataque al colectivo al este pertenece.
¿Cómo se conjuga todo esto con la libertad de expresión? ¿Cómo saber hasta dónde?
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Tenemos que partir que los derechos a la libertad de expresión, de información y a la libertad ideológica son esenciales para la existencia y desarrollo de una sociedad democrática, pero el ejercicio de estos derechos puede generar riesgos como inestabilidad social, controversia, o simple incomodidad. Los Tribunales ya han perfilado los límites de la colisión entre ambos concluyendo que existirán casos en los que las sociedades democráticas deben sancionar e incluso prevenir formas de expresión que propaguen, promuevan, o justifiquen el odio basado en la intolerancia.
Al final la función jurisdiccional consistirá, en estos casos, en valorar, atendiendo a las circunstancias concurrentes y la expresión de las ideas vertidas, si la conducta que se enjuicia constituye el ejercicio legítimo del derecho fundamental a la libertad de expresión y, en consecuencia, se justifica por el valor predominante de esta o, por el contrario, si la expresión es atentatoria a los derechos y a la dignidad de las personas a que se refiere, situación que habrá de examinarse en cada caso concreto.
¿Cómo influyen las redes sociales en todo esto?
Las TICs suponen una vuelta más al rizo y es que estás detras de un móvil o una pantalla se genera una falsa sensación de impunidad para el autor, el uso de pseudónimos facilita atreverse con manifestaciones que de otra manera quizás no se realizarían. Lamentablemten la sociedad va siempre primero y las leyes y la justicia tratan de que, al menos, si no pueden ganar la carrera no la pierdan de vista. Por eso, cada vez más los FCSE, se especializan y aumentan su capacidad de poder detectar este tipo de comportamientos utilizando las nuevas tecnologías.
Para finalizar y volviendo al inicio de este artículo parece que lo que se produjo en el programa de TV3 pasa más por una broma, ni el emisor de la expresión, ni los receptores, e incluso el propio contenido del mensaje permite afirmar la existencia del delito precitado. El tiempo nos dirá si la Fiscalía archiva el asunto, pero mucho me temo que la repercusión del mismo ya fue más que suficiente.
Lo que seguro tengo claro es que cuando está en juego la libertad de expresión del art. 20 CE es necesario siempre una labor de investigación rigurosa e individualizada, volvemos una vez más al “caso por caso“.
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