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“When corruption is the norm”, así lo indica el World Development Report: Mind, Society, and Behavior de 2015, la corrupción, así como la desigualdad, ha sido la norma social por defecto durante la mayor parte de nuestra historia[1]. La neurociencia puede confirmar y explicar este punto de partida, para Facundo Manes el estudio del comportamiento evolutivo y la resolución de dilemas morales, revela que, sin importar cultura, edad, clase social o religión, el ser humano es corrupto por naturaleza, primero piensa en el propio bien y solo después toma en cuenta reglas morales y sociales, sus castigos y sus percepciones. Y es que no realizar actos de corrupción implica una actitud prosocial frente a una conducta exclusivamente en favor del bien individual. Por lo tanto, la corrupción no es exclusiva de la especie humana, ni tampoco del poder político y empresarial sino también de la sociedad que, a su medida, la ejerce o, al menos, tolera[2].

Si la corrupción es entonces un producto individual y social, creer por ejemplo que “nadie hace el mal a sabiendas”, como defendiera Sócrates desde el intelectualismo moral, solo alcanzaría para explicar parcialmente fenómenos como el narcotráfico, la corrupción o atrocidades como la guerra. Según describe Hannah Arendt en su famoso libro “Eichman en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal” (1963), el malo no se cree realmente tan malo, banaliza y justifica su maldad. Algo semejante puede decirse del corrupto que “hace obra”, del que se apropia del erario público “porque es un gestor del bien general”, o simplemente porque “quiere superarse”, “ayudar su familia” o “apoyar a sus amigos”.

Esa banalidad del mal quedó reflejada en el experimento neurocientífico de Stanley Milgram (Yale, 1961-1963): una persona que emula al “profesor” castiga a otra que hace de “alumno” (un actor) con descargas de electricidad en aumento y hasta 450 voltios, por “orden” de una autoridad, “el investigador”, creyendo que son descargas reales, el “alumno”/actor simula que es electrocutado, “el profesor” sigue cumpliendo las órdenes. Es la misma imagen que refleja Compliance, la película dirigida por Craig Zobel (Canadá, 2012),  basada en hechos reales: tras recibir la llamada de un supuesto policía, la empleada de un restaurante acusada de robo, es sometida por su jefa a un violento interrogatorio y luego a tratos humillantes.

¿Cómo la maldad puede apoderarse ya no de sicópatas sino de un “weird[3], es decir un ciudadano común y corriente?, el siquiatra Serguei Dario Noroze Gallego ensaya algunas respuestas: una cierta deshumanización o despersonalización del otro, la dilución de la responsabilidad, la fragmentación de las órdenes y actos, una orden que cobra sentido en un sistema, la reafirmación de “la bondad” (contribuir con la justicia, con la ciencia) como justificación moral, la identidad de grupo, la culpa, el miedo o la vergüenza por no obedecer a la autoridad, la aceptación o tolerancia de la víctima, la cercanía a la autoridad o el sentido de institución[4].

Entonces, ¿el corrupto nace o se hace? Hat die Strafrechtsdogmatik eine Zukunft? (¿Tiene un futuro la dogmática jurídico-penal?), la pregunta de Gimbernat Ordeig que dio título a su famoso artículo publicado en 1970 en Alemania[5], mantiene actualidad porque hasta hoy no existe una respuesta unánime, y menos aún segura, en torno a si la persona delinque en libertad, con libre albedrío, ¿somos libres o estamos determinados biológicamente y por el entorno? Determinismo versus autodeterminismo, una pugna sin un final conocido.

La neurociencia, que se ocupa de las bases biológicas de la cognición y la conducta, tampoco ha zanjado esta cuestión. El uso del electroencefalograma (EEG) tan conocido por la onda P-300 para una supuesta “detección de la mentira”, la tomografía axial computarizada (TAC), la tomografía por emisión de positrones (PET), la tomografía computarizada de emisión monofotónica (SPECT), la imagen por resonancia magnética (MRI), la imagen por resonancia magnética funcional (fMRI), ni la magnetoencefalografía (MEG), que se aprecia como más avanzada entre las llamadas neurodisciplinas (neuromarketing, neuroeconomía, neurolingüística, y un largo etc.), han sido capaces de establecer como verdad científica si el libre albedrío existe o no.

Concluye por ello Demetrio Crespo que ni el indeterminismo librearbitrista ni el neurodeterminismo mecanicista son sostenibles, el primero porque asume un presupuesto metafísico (el libre albedrío) que contradice la evidencia empírica sobre la conducta humana, y el segundo porque anula totalmente el ideal de libertad[6] que, por cierto, es la base de todas las Constituciones modernas.

 

El compliance comparte esta ambivalencia entre libertad individual y ordenación colectiva. Por una parte se funda en una noción enriquecida del ser humano, como sujeto libre para actuar (no autodeterminado), la persona jurídica no será responsable si la persona natural actúa en beneficio propio o de terceros y no de la corporación (art. 3 in fine de la Ley N° 30424). Asimismo, el ente colectivo no responde si la persona natural elude de modo fraudulento el modelo de prevención debidamente implementado (art. 17.4), como sucedió en el conocido caso Morgan Stanley[7]. Beneficio propio o defraudación del compliance, dos casos donde el individuo infringe la ley, de modo voluntario y con secuelas solo para él, no para el ente colectivo.

Pero el entorno, en este caso la autorregulación, el compliance, también puede moldear la conducta del individuo, como ha puesto de relieve la neurociencia. La moldea exitosamente allí donde no existen infracciones a la ley, la regula dentro del riesgo permitido cuando el compliance impide sancionar a la corporación pese a que alguien cometió un delito (art. 17.1), o incluso si el compliance es defectuoso o es posterior al delito cometido, en cuyo caso se reconoce efectos atenuantes a la corporación por ese esfuerzo regulatorio (art. 12.e-d, respectivamente).

Pero el entorno, el colectivo, no es solo la empresa, en países que enfrentan altos niveles de informalidad y corrupción privada y pública, esa realidad conspira contra la eficacia de cualquier sistema general de prevención del riesgo penal, lo que conlleva una cuestión final, ¿cuál es entonces la capacidad de rendimiento del compliance en contextos especialmente caóticos, de debilidad institucional, pública y privada? No parece que la respuesta se pueda esbozar con la ayuda del Derecho penal, el propio compliance o la neurociencia, la pregunta parece devolvernos al terreno de la criminología del control social, a la educación, al entorno familiar, algo elemental si de políticas públicas se quiere hablar, pero algo bastante nuevo si, como aquí, se considera que este es el verdadero terreno del public compliance, penetrar, con la visión del compliance en la educación y en la familia, justamente para prevenir y superar toda forma de banalización del mal.

 


[1] World Bank Group, p. 60.

[2] Manes, Facundo. “El cerebro corrupto”, en: Diario El País, 10.6.16.

https://elpais.com/elpais/2016/05/03/ciencia/1462289605_959427.html

[3]Western, educated, industrialized, rich and democratic” (occidental, educado, industrializado, rico y democrático).

[5] ZStW 28/1970, pp. 379 ss.

[6] Demetrio Crespo, Eduardo. “Compatibilismo humanista: una propuesta de conciliación entre neurociencias y Derecho penal”. En: Neurociencias y Derecho Penal. Edisofer, BdF, Madrid 2013, p. 38.

[7] Carrión Zenteno, Andy. Criminal Compliance, de la Ley de EE.UU. de Prácticas Corruptas en el Extranjero, el riesgo de las empresas de acción internacional y la trascendencia de los programas de cumplimiento. Lima, Thomson Reuters 2015, pp. 100-102.




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