Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
“La demagogia constituye una fuerza de primer orden que en el impuesto sobre el beneficio de las sociedades deriva de la mera enunciación de su objeto”. Así se anticipaba, ya en el año 1970, el profesor Fuentes Quintana a lo que luego se ha consolidado y difundido hasta cotas insospechadas. Creo que le habría asustado la evolución legal y la utilización política y mediática del Impuesto sobre Sociedades español (al que nos referiremos como IS).
Efectivamente, en la actualidad se habla de este impuesto en muy diversos foros. Y la demagogia campa a sus anchas por la mayoría de ellos, erigiéndose en uno de los temas de mayor utilización populista en la propaganda política, en la difusión mediática y en el subsiguiente debate social.
Para ello, se parte de un lugar común del pensamiento único contemporáneo, en todas las latitudes y desde la inmensa mayoría de los espectros políticos: que las sociedades grandes, y más si son multinacionales o son entidades financieras, tienen mayor capacidad económica. De lo que se concluye de manera inapelable que deben contribuir en mayor medida a la tan manida justicia tributaria, para su función redistributiva. Además –subyace– porque si son tan grandes “algo malo habrán hecho”…
No entraré ahora a valorar estas percepciones, no por falta de ganas sino es espacio. Para lo que ahora nos interesa, lo esencial es destacar la “falacia” que subyace en dicha aproximación al fenómeno del Impuesto sobre Sociedades: que es la “capacidad económica” de las sociedades sujetas al mismo.
Pues no, las personas jurídicas no tienen “capacidad económica” propia. Cuando los sistemas tributarios se estudiaban con profundidad, rigor y honestidad, esta conclusión negativa se asumía como premisa “natural” para la configuración del correspondiente Impuesto sobre la Renta de las Sociedades, en el caso de que debiera existir. En todo caso el impuesto se comprendía –y debía configurar– como una exacción “a cuenta” del Impuesto sobre la Renta de las personas Físicas de sus socios. Pues solo este último impuesto puede cumplir el objetivo gravar la capacidad económica. Pues ésta solamente se puede predicar de las personas físicas que, en última instancia, son las dueñas de las rentas obtenidas a través de las sociedades, y tienen respecto de tales rentas la capacidad de disposición real y definitiva (cfr. por ejemplo, nostálgico de mí, los Informes europeos Neumark -1962- y Ruding -1992-, el clásico Informe Carter de Canadá -1966- o el Informe de la Comisión Meade del Reino Unido -1978-). Así fue incluso asumido y explícitamente expuesto en la Exposición de Motivos de la Ley española del impuesto de 1995.
Por esa razón se generalizó, y en la actualidad es paradójicamente admitido sin objeción alguna, la corrección de la doble imposición. Por el contrario, si la sociedad tuviera su propia capacidad económica no habría razón para ello, sino que cada sociedad debería pagar su impuesto, como le correspondiera, y cada socio ulterior el suyo propio nuevamente. Parece evidente que no debe ser así.
Pues bien, por el contrario, resulta que a la hora de considerar el tipo de gravamen, en el Impuesto sobre Sociedades se ha “normalizado”, y se utiliza con gran orgullo político y social, que exista un tipo general mayor, junto con otro/s reducido/s para las empresas medianas y pequeñas, o incluso otro aún menor para las muy pequeñas. Es decir, se ha impuesto la “progresividad” del Impuesto sobre Sociedades como si fuera una derivación lógica de la diferencia de capacidad económica. Asumiendo acríticamente que las empresas grandes, “como ganan más” tienen que pagar proporcionalmente más.
Pues bien, este planteamiento constituye un error de planteamiento, y además se proyecta de nuevo erróneamente en su regulación. Sintetizamos –nuevamente el espacio…– tales errores:
- La medida para determinar el tipo (en la Ley española vigente) es la “cifra de negocio”, lo cual es un despropósito manifiesto en relación con la capacidad económica. Aunque se asumiera que las sociedades la tienen, la capacidad en ningún caso se mediría por el volumen de facturación de una actividad, sino por el de sus beneficios. De hecho, una sociedad puede facturar 1 billón y tener pérdidas recurrentemente, y otra tener una exigua cifra de facturación con un magnífico ratio de beneficio. Por evidente, no merece la pena incidir en estas cuestión.
- Ni siquiera el volumen de beneficios de una sociedad –menos aún su cifra de negocio– son en absoluto indicativos –salvo por azar– de la capacidad económica de sus socios, que son quienes en última instancia soportan –o deben soportar– el impuesto. Así, por ejemplo, una sociedad con una facturación de 900 mil euros y un solo socio-propietario, puede obtener un beneficio de 500 mil euros, que naturalmente corresponderían a ese socio. Por otro lado, una sociedad que 900 millones de facturación, incluso aunque obtenga un beneficio de 5 millones de euros, puede tener mil de socios, de manera que cada uno de ellos ostente solo una milésima parte de su capital, con lo que a un socio le corresponderían 5 mil euros de dicho beneficio. Es evidente que en el primer caso –un solo señor gana 500 mil euros– se encuentra una mayor capacidad económica –que otro señor que gana 5 mil en el mismo periodo–. Si bien se entiende la capacidad como disponibilidad relativa para contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. Pero resulta que el sistema aceptado por todos y vitoreado por muchos, impone al segundo –pobre hombre– una carga tributaria mayor.
- Como mucho –y es aún claramente cuestionable– las empresas que facturan más tienen una mayor “capacidad de pago”. Pero sobre todo son menos en número. Razones por las cuales suele ser más eficaz su control, y más “popular” su sobreimposición. Por la misma razón por la que a los muy ricos se les pueden imponer gravámenes exorbitados. No porque sea justo, ni porque se vaya a conseguir una gran recaudación general. Sino porque a la mayoría social y económica –clases medias, empresas medias, clases bajas y empresas pequeñas…– les “encanta” suponer que “otros” pagan más impuestos-. Por eso también se ofenden cuando les hacen ver –manipulando datos estadísticos–, que realmente las empresas más grandes están pagando menos de lo que debieran.
Parafraseando la expresión del Profesor Fuentes Quintana reproducida en el primer párrafo, la demagogia nos asalta con solo mencionar el Impuesto sobre Sociedades. Y luego tiene diversas concreciones. La expuesta de la progresividad constituye, a mi entender, la proyección nuclear de tal defecto, el paradigma del desenfoque. Y luego hay muchos otros más específicos, que iremos apuntando en sucesivos comentarios. Tarea no me va a faltar, espero que no me falten ánimos.