Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
Desde luego que se pude opinar sobre si el Impuesto sobre el Patrimonio debe existir o no. Y más aún sobre cuál debiera ser, en caso de acordar su existencia, su configuración. Y para ello hay criterios técnico-tributarios. Y puede haberlos también de carácter político. Pero siempre deberían poder sustentarse en razonamientos lógicos e incluso, si me apuran, por lo menos en la semántica.
Digo esto porque recientemente tuve ocasión de quedarme perplejo (ya debería estar acostumbrado pero me he propuesto firmemente resistirme) con las explicaciones que al respecto daba en una entrevista televisiva la actual Presidente del Gobierno de Navarra (aunque considero que el que fuera esa persona concreta resulta anecdótico, pues me temo que muchos políticos podrían haber dicho una cosa semejante). Textualmente extraigo, de sus respuestas acerca del sistema tributario que a su cargo afecta y hablando sobre el Impuesto sobre el Patrimonio, lo siguiente:
“Yo quiero recordar una cosa, cuando uno invierte en patrimonio, por poner un ejemplo cuando una persona invierte en patrimonio, quiere ver cómo ese patrimonio se revaloriza, ese patrimonio por ejemplo en bienes inmuebles, se revaloriza cuando mis calles son seguras, cuando mis ciudades son amables, ese se revaloriza cuando las calles están limpias, y todo eso se paga con impuestos. No los pagaremos solo con la renta, habrá de ser también con el patrimonio, faltaría más que con los impuestos de la renta estemos pagando la revalorización del patrimonio de terceros, yo creo que tenemos mucho margen por supuesto también para la pedagogía, para la didáctica…”
(minuto 23:35 aproximadamente de la entrevista en Navarra Televisión del 15 de septiembre de 2015, en el enlace https://www.youtube.com/watch?v=hImcqiKN_Tw)
Con lo último no puedo estar más de acuerdo, tenemos mucho margen para la pedagogía, para la didáctica. Y sintiéndome aludido, desde mi humilde papel de profesor universitario de la rama del Derecho Financiero y Tributario, intento aportar mi granito de arena.
En primer lugar, y más grave por lo burdo y genérico, se confunde la propia semántica contenida en la denominación del tributo. “Impuesto sobre el Patrimonio” quiere decir que grava el patrimonio, su tenencia, la riqueza que manifiesta el hecho de disponer de un patrimonio –en comparación con no tenerlo–. Y por el contrario, la “revalorización” se graba de manera directa y evidente con otros impuestos. O sea, esa supuesta “ventaja” de quien invierte en un inmueble ya está gravada, ya contribuye a los gastos públicos.
En concreto, en toda España –también en el sistema tributario foral navarro– es el IRPF el llamado a gravar las ganancias generadas cuando se ponen de manifiesto, o sea, cuando efectivamente se transmite un bien a un tercero y por tanto la ganancia “se cobra”. Aquí nos topamos con otro inconveniente lógico, práctico, e incluso de justicia tributaria. Y es que un supuesto impuesto anual sobre el patrimonio que pretendiera gravar su revalorización –antes, por tanto, de ser efectivamente materializada en una venta, por ejemplo–, lo estaría haciendo necesariamente sobra una revalorización “teórica o presunta” –todavía no se conoce la real–, y además en un momento en el que aún no se dispone de la liquidez –capacidad de pago, por tanto y por lo menos– para contribuir por ello.
Más aún, el ejemplo escogido –inversión patrimonial en un inmueble– es el peor posible. Porque sobre el mismo recaen el mayor número de tributos “complementarios” imaginables. En su adquisición, por su tenencia, respecto de la plusvalía generada en su transmisión… En particular ya existe un impuesto local (Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana, comúnmente conocido como “plusvalía municipal”), que precisamente grava la supuesta plusvalía generada por la acción urbanística municipal en cada inmueble. Y lo hace sobre una revalorización presunta o estimada (incluso aunque no exista realmente, esa es otra guerra), pero al menos lo hace en el momento de transmitir el inmueble.
En este sentido, la vinculación de la recaudación por el Impuesto sobre el Patrimonio con “los servicios públicos” que se supone que dan lugar a su revalorización –y específicamente, como digo, para el caso de los inmuebles–, constituye otro dislate. Porque “el mérito” ya se lo habían apuntado los Ayuntamientos, y se lo cobran. Tanto en la mencionada plusvalía municipal, respecto de su intervención en la acción urbanística, como en la mayoría de los restantes servicios que hacen que las ciudades sean “amables”, seguras… Para esto existe por ejemplo el IBI (de cobro anual sobre todos los inmuebles), y otros impuestos locales. Y sobre la limpieza y otros servicios municipales recaen adicionalmente tasas (como la de basuras, sin ir más lejos) y contribuciones especiales. O sea que poco, y en todo caso indirectamente, contribuye la recaudación por el Impuesto sobre el Patrimonio a ese supuesto entorno ideal que, según se intenta argumentar, “produce la revalorización” del patrimonio inmobiliario.
Finalmente, es por lo menos muy discutible que la revalorización de un inmueble la produzca la actividad de las Administraciones. Sus servicios –que además podría prestarlos o gestionarlos la empresa privada– pueden ser como mucho “condición” para el desarrollo del mercado, pero la “causa” efectiva de la eventual revalorización es el mercado. Quien mide y reconoce que un inmueble concreto efectivamente suba el precio es quien lo compra a un precio superior al de su adquisición previa. Sostener lo contrario implicaría aceptar que cuando los inmuebles bajan de precio, la culpa es de la Administración que no limpia, no preserva la seguridad, no hace las ciudades “amables”…
Con todo, lo que no puedo negar, es que se trata de la justificación más “original” del Impuesto sobre el Patrimonio que había escuchado hasta la fecha. Pero visto el panorama político respecto de los impuestos, no me extrañaría verlo superado en breve. Me estoy planteando hacer un concurso… hagan juego, señores!