Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
Entiende la RAE que el “fraude” es una acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete. Pero desde la perspectiva jurídica, concreta la segunda aceptación como “un acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros”. Así entendido, el famoso “fraude fiscal” consistiría en eludir una norma tributaria para perjudicar al Estado, o a “terceros”.
Existía en la Ley General Tributaria un concepto específico de “fraude a la Ley Tributaria”. Pero tal cosa fue creativamente sustituida por el de “conflicto en aplicación de la norma tributaria”, y ¿todo arreglado?
Obsérvese -resulta tan vergonzoso como oportuno recordarlo- que no hay fraude alguno cuando se aplican las Leyes conforme una interpretación razonable. Con independencia de que, entre las interpretaciones posibles, se escoja la más gravosa o la contraria.
Por el contrario, la clave definitoria y el contenido real -y necesario- del fraude es la elusión. No se da en la aplicación de la Ley, sino en su evitación con algún artificio o estratagema. En la interpretación no hay elusión, sino confrontación de la norma con los hechos sobre los que debe proyectarse. La elusión consiste en proceder en sentido contrario o diverso a una interpretación aceptable -razonable- de la norma, en cualquiera de sus interpretaciones aceptables, y “de algún modo” proceder contrariamente.
Estamos muy acostumbrados a oír hablar del fraude fiscal de los contribuyentes, que de cualquier modo eluden la correcta aplicación de las normas tributarias que les impondrían la correspondiente obligación del pago de un impuesto. Con lo que obtienen el beneficio de pagar menos, a costa del perjuicio causado a las arcas públicas, que dejan de ingresar lo que legalmente les debía corresponder.
Pero nada impide que la definición de “fraude fiscal” que hemos expuesto se pueda dar en posición inversa. Es decir, que sea el sujeto activo de la relación tributaria (“el Estado”, a través de sus poderes y sus órganos administrativos) quien eluda o burle la Ley tributaria. Obteniendo con ello un beneficio -ingreso tributario- propiamente indebido (porque excede o desvía el alcance de la Ley en su correcta aplicación), en perjuicio del contribuyente, a quien se exige un pago que no debía resultarle exigible.
No es que tal cosa suceda en todo caso ni de manera constante, afortunadamente. Pero tampoco es marginal ni anecdótico, por desgracia. Y se percibe una tendencia creciente, ciertamente preocupante. Me cuentan cómo recientemente, por ejemplo, un funcionario de una administración tributaria, ante un asesor que le intenta explicar las razones legales de una determinada situación -con cita y exhibición del precepto legal en el que se resolvía expresamente la cuestión con bastante claridad-, le espeta que dijera lo que quisiera, que ya “encontraría algo” para negarle su pretensión. Ninguna disposición a valorar la norma y su interpretación, la decisión está tomada y su fundamento jurídico se encontrará -o se inventará, pues propiamente no existe-.
Podría poner más ejemplos similares, que he ido recopilando del anecdotario de profesionales del sector, donde abundan las contestaciones displicentes a los intentos de razonamiento jurídico, con el supuesto respaldo de ser “el criterio que se ha adoptado”. Ninguna referencia, ni intención, legal o jurisprudencial. Simplemente se ha adoptado el criterio -casualmente el más conveniente a los intereses recaudatorios-, y como sea se impondrá -y vaya si se impondrá y ejecutará, al menos inicialmente-. Eso sí, con la magnánima alusión a la posibilidad de recurrir, estaría bueno.
Siendo los anteriores ejemplos reales y demasiado frecuentes, quedan ocultos en la intrahistoria de la práctica tributaria, y es muy difícil que puedan llegar a ser probados (no falta quien ha llegado a grabar conversaciones con la inspección, pero los Tribunales de Justicia han rechazado después dichas grabaciones como prueba -así, TSJ País Vasco 156/2017 de 5 de abril-).
No es una manía personal, ni de los profesionales quejosos del sector. De hecho, más de una vez los Tribunales de Justicia han tenido de llamar la atención a la Administración tributaria por su actitud. Sirva como muestra el reciente -y muy significativo- ejemplo en el que se le reprocha la falta de “carácter servicial”, por eludir siquiera considerar las alegaciones del contribuyente, en cuanto a la inconstitucionalidad y contravención del Derecho Comunitario de las normas aplicadas (por falta de proporcionalidad de una sanción, aun que esté legalmente prevista de manera expresa y clara). La administración había objetado expresamente que excedía de sus funciones tal juicio de constitucionalidad o de adecuación al Derecho comunitario. Lo que resulta inaceptable, a juicio también el Tribunal, que considera la resolución “como poco desmotivada” (merece la pena la lectura de la STS de Castilla-León, Sala de lo Contencioso, 01073/2018, de 28 de noviembre de 2018).
Pero resulta que tenemos también diversos ejemplos de “presunto” fraude fiscal “del otro lado”, institucionales, públicos y notorios. Apuntamos ahora, para que se entienda a qué nos referimos, los ejemplos más recientes que nos vienen a la memoria:
- El Tribunal Constitucional dice -y reitera- que no cabe imponer la “plusvalía municipal” cuando se hubiera producido una pérdida. Casi dos años después, diversos Ayuntamientos siguen empeñados en negar o dificultar al máximo la necesaria aplicación de este criterio, que es el único que legalmente cabe. Y se limitan a forzar interpretaciones, al menos respecto de la devolución de las cuotas ya cobradas, o a echar “balones fuera” (en forma de culpa al legislador). Y es que el legislador no ayuda en nada, demorándose en la clarificación de la norma, cuando en otros casos (sujeto pasivo de la cuota variable de AJD) su diligencia legislativa es ejemplarísima… Será que no es lo mismo que los Ayuntamientos pierdan ingresos, y tenerles que compensar, a que los bancos asuman costes tributarios en su actividad -o los repercutan a los contribuyentes-. Si no lo es, suena a eludir la aplicación de la Ley o la responsabilidad de ajustarla a la Constitución…
- La Ley que regula el modelo de declaración de bienes y derechos en el extranjero (famoso 720), es denunciada ante la Comisión Europea. Se advierte a España de que debe modificar la regulación o se iniciará un proceso… Ello lleva a un informe motivado que señala que la configuración legal de dicha declaración tributaria española es contraria a varios preceptos y principios del Derecho Comunitario, lo cual sucede en marzo de 2018. Pero se oculta dicho dictamen -con la connivencia de la propia Comisión- hasta que un Juzgado obliga a sacarlo a la luz (gracias a la heroica lucha de dos quijotes del Derecho Tributario español, Alejandro del Campo y Esaú Alarcón). Mientras tanto, la Agencia Tributaria sigue aplicando la norma en su literalidad -aunque hace pocos días el Director General de la AEAT ha insinuado que dejarán de aplicarse algunas de sus sanciones-, y nada se sabe de su plan de “depuración legislativa” -adaptación al Derecho comunitario-. Suena a elusión indebida del Derecho aplicable, en este caso el Comunitario, ¿no? Y ya hemos apuntado que existen Tribunales que comparten este criterio, pues a este problema se refiere la sentencia del TSJ de Castilla-León que hemos citado unos párrafos antes.
- El Ayuntamiento de San Sebastián quiere -hace ya tiempo- imponer eso que se suele llamar “tasa turística”. Evidentemente tal cosa no tiene sentido -estricto-. Sino que, en su caso, lo que podría considerar es establecer un “impuesto” con base en las pernoctaciones en su término municipal. Pero la Norma Foral de Haciendas Locales determina los únicos impuestos que pueden establecer los Ayuntamientos, y el Concierto Económico con el País Vasco delimita esa capacidad en relación con la estructura de impuestos municipales del régimen común. O sea, que para que un Ayuntamiento de régimen foral pudiera decidir imponer algún otro impuesto distinto de los cinco conocidos, habría que realizar una adaptación de estos textos normativos, con lo que ello conlleva… Así que llega el Gobierno Vasco y dictamina que la Comunidad Autónoma Vasca (a través del Parlamento) puede establecer “sus propios tributos” (correcto). Y que éstos pueden ser de establecimiento facultativo para cada Ayuntamiento. O sea, que puede burlarse -eludir- el marco legal para la creación de impuestos locales, siempre que se pague “una mordida” al Gobierno Vasco ¿es así?
- Ahora, hace escasos días, la Comisión europea dice al Reino de España que determinadas condiciones para la aplicación del régimen tributario especial de neutralidad, impuestas a las operaciones de escisión “subjetiva”, son contrarias a la Directiva. Y que en dos meses debe modificar la legislación o se iniciará el proceso que lleve al asunto ante el Tribunal de Justicia de la UE. Este aspecto de la regulación de las operaciones de reestructuración es controvertido desde su inicio, y en mi opinión se ha desarrollado bajo el amparo de una interpretación fraudulenta de la Dirección General de Tributos, y una esquiva o confusa contribución del legislador. Abierto el conflicto con las autoridades comunitarias, ¿qué harán el legislador y los órganos administrativos españoles?
- Por no extendernos, finalmente -y nunca mejor dicho- nos venden recientemente varios impuestos cuya recaudación se destinará a determinados fines, a los que se plantea como imposible negarse. Les llaman impuestos “finalistas” (“pigouvianos”, en terminología académica, es decir, que buscan corregir una externalidad -negativa o positiva- y no propiamente recaudar -que esta es otra…-). Lo cual contraviene los principios que regulan la legislación presupuestaria. De hecho, tal “finalismo” no será vinculante en el proceso de elaboración de las Leyes de Presupuestos, pero la Ley del Impuesto correspondiente se permite decir, fraudulentamente, lo contrario (y los políticos de turno, vender su idea bajo el mantra bondadoso de la finalidad escogida).
He tenido ocasión de decir y escribir en diversas ocasiones, que un factor esencial de la tasa de fraude lo constituye la ejemplaridad de los poderes del Estado y órgano de la administración que los establecen e imponen. Lo cual no quiere decir que ello “justifique” el fraude de los contribuyentes. Pero deslegitima moralmente su exigibilidad, y a efectos prácticos desincentiva la aplicación voluntaria. Así que conviene tomarse en serio la diligencia legislativa y el rigor jurídico en la aplicación de los tributos por parte de la Administración -sometida en su actuar a la Ley y al Derecho por mandato constitucional, es decir, a la correcta aplicación de las normas, no al interés recaudatorio a cualquier costa-. Lo contrario nos acabará saliendo caro. A todos.
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