Carpeta de justicia

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Quizás no sea muy “políticamente correcto” que nos preocupemos por la decadencia del sistema educativo español, en general, del sistema de educación superior en particular, y sobre la enseñanza del Derecho, específicamente. Pero yo me preocupo. Tengo motivos. Me ha apasionado la docencia y me ha apasionado el Derecho, el Derecho Tributario. Y he dedicado períodos intensos de mi vida a la docencia e investigación en una Facultad de Derecho. Pero, hoy, ¿recomendaría a mis hijos la formación y la preparación que proporciona una Facultad de Derecho en España?

Responder a esa pregunta tiene múltiples variantes; por supuesto, la primera de ellas es la proyección profesional y personal que una carrera de jurista podría ofrecer (prometo reflexionar sobre ello en breve).

Pero no es menos relevante el análisis de la propia dinámica actual de las Facultades de Derecho y su horizonte próximo, al menos a la luz de algunas experiencias acumuladas, propias y parciales, sí, por supuesto, pero cien por cien reales. Hay una gran distancia entre la anécdota y la categoría; mi problema es que “algunas de mis anécdotas” están contrastadas en grado suficiente como para admitir un cierto grado de generalización: en modo alguno son excepcionales.

Y, desde mi pausada perspectiva (hace ya unos años que “me salí”), el horizonte de la enseñanza del Derecho en España es, cuanto menos, sombrío. Compartiré solo una reflexión básica sobre Bolonia y otra, más dura, sobre la propia orientación esencial de “la Facultad”..., ¿al servicio del estudiante, al servicio de la sociedad...? Comencemos por el central, se da por supuesto, servicio al estudiante.

“Bolonia” ha sido una tragedia. Mi experiencia personal fue penosa; pero sigo, año tras año, preguntando a ex-colegas y a amigos que siguen ahí dentro, y el balance que escucho sigue siendo terrible: sí, lo mío no fue una anécdota.

Es cierto que el inmovilismo no lleva a ningún sitio. Es cierto que la enseñanza memorística del Derecho (se aprobaba el Derecho Civil cantando artículos de memoria y preparándose para cantar temas de oposiciones, también de memoria...) no tenía recorrido en el siglo XXI. Es cierto, por lo tanto, que una transformación resultaba imprescindible, y que las ideas-base sobre las que se construía el nuevo régimen “Bolonia” podrían tener cierto recorrido.

Pero varios años después, se ha evolucionado hacia una burocratización extrema de la enseñanza, generando incentivos perversos y reduciendo drásticamente cualquier espectativa de mejora. Si la transformación era “esto”, mejor nos quedábamos con las clases magistrales de antes...

Si a nivel de “Grado” la cuestión puede ser “delicada”, a nivel de “Master” es una tragedia: ¡por favor, tengan mucho cuidado con los programas que eligen o con los que recomiendan a sus hijos o allegados!

Pero el debate que quiero introducir hoy es el de “¿a quien sirve la Facultad de Derecho?”, “¿sirve a los alumnos?”. Por supuesto, este debate es “falso de inicio”, porque hay muchas Facultades de Derecho distintas, muchos modelos, y muchísimos profesionales variopintos implicados de muy distintas formas en la vida universitaria. Así, las reflexiones que propongo a continuación solo insinúan algunas de las “peores versiones” de lo que se puede observar en algunas Facultades de Derecho...; y precisamente por eso, porque existen, debieran movernos a la reflexión, primero, y quizás de inmediato, a la acción.

Claro, no voy a insistir en destacar lo “excelso” que sí hay en la “Facultad de Derecho”. Es más, la convicción sobre las desviaciones que a continuación describo proviene de conversaciones “desde dentro”. Y no voy a insistir en el respeto por docentes vocacionales y entregados; quizás solo para destacar como después de 20 años de carrera muchos de ellos están completamente quemados y algunos “ya se han rendido”.

No se puede admitir que la Facultad de Derecho, y todo el personal a su servicio, claro, estén al servicio de la enseñanza y al servicio de los alumnos. Resulta evidente, para casi cualquiera pero en todo caso para mí, que esta orientación está muy lejos de ser unánime. A mi juicio hay dos datos terribles en la generación de incentivos “perversos” a este respecto; el primero el “acento retributivo” en eso que se denomina “investigación” (volveré sobre el tema, porque se las trae), que promueve determinado tipo de publicaciones y minusvalora el compromiso docente; el segundo el “acento” en la valoración del “alumno-cliente” que, por supuesto, incentiva el colegueo y el buen-rollismo, en lugar del ejercicio responsable y exigente del binomio docencia-evaluación (luego resulta que no existen medidas hábiles para “depurar” a elementos que cercenan irracionalmente la proyección profesional de promociones enteras -suspensos generales y sistemáticos, documentados y sin solución-).

Pero el meollo de la cuestión está en otras cosas: las “luchas de poder” y la “protección del propio estatus desde esas posiciones de poder”, dentro de los Departamentos. Lo cuento “desde dentro” con un par de ejemplos.

Las “luchas por el poder” se traducen en las políticas de acceso a las plazas; lo que tanto se ha criticado como “endogamia” no es tanto una “canongía al elegido” cuanto un blindaje de la posición de poder del “elector”: es un sistema feudal que sobrevive a cualquier reforma legislativa. El sistema de cátedras por “tres amigos” (tres votos en un tribunal de cinco) era la forma de perpetuar el poder “de escuela” en la época del inflado de la burbuja de las Facultades, una en cada pueblo. Seguí de cerca dos “plazas” a finales del siglo pasado (pero observé muchas más); los votos de los miembros del Tribunal siempre estuvieron vinculados a su adscripción y a las orientaciones de aquellos a los que, a su vez, “debían sus plazas”, o con los que tenían compromisos adquiridos. El curriculum vitae o los méritos nunca fueron relevantes. Claro, ello no invalida los méritos de la gran mayoría de los promovidos, porque la propia “escuela” tenía sus propios “sistemas de promoción informales” y “colocaba” a gente valiosa en puestos valiosos: pero el juicio no era del “Tribunal” (una farsa), sino del “elector del Tribunal” (con lo aleatorio de los miembros que salían a sorteo -si tienes muchos “discípulos” reduces el riesgo, claro-).

Me gustaría decir que los cambios legislativos posteriores solucionaron este sesgo; así lo pensé en principio, hasta que un buen amigo me hizo notar la filiación de todos los “acreditados a Catedrático” en un determinado ejercicio (todos identificables por su “escuela” o “conexión” -nada susceptible de ser probado con éxito ante un Tribunal, claro, nunca lo es, ya saben, aquello de la discrecionalidad técnica y la necesidad de probar lo evidente-). Y también los ecos de una conversación privada: “ya sabes, Fulanita, a Paco, si quieres algo, tienes que pedírselo”. Por supuesto, Paco ocupaba la posición decisiva en el sistema de acreditaciones a Catedrático.

Yo, personalmente, sufrí en mi propia “aproximación naïve” a este asunto como un Concurso de Méritos se “diseñaba” y “valoraba” a medida. Y era una cuestión de poder “pura y dura”: si entraba “yo”, el Director de Departamento y sus “amigos en el Área” perdían una mayoría que consideraban “muy relevante”; por eso, había que pintar lo que fuese para que un valioso y entusiasta (reconózcase, claro) “recién doctorado” y ágrafo por aquel entonces, tuviese más puntos que un “viejo lobo curtido” como yo. Y, sí, el papel lo soporta todo. La situación llegó al histrionismo, al punto de que en la reunión de la Comisión se valorasen todos los méritos “un día”, menos los de un candidato, yo; para esto último, cuánto valían mis artículos o conferencias, era preciso echar bien las cuentas porque tenía que estar todo bien atado para que saliesen “una décimas menos”, como efectivamente salieron... El resto de la historia no interesa ahora, pero no es una “historia con final feliz”.

Claro, con este “contexto” nunca fue para mí difícil comprender que en las elecciones a Decano los “grandes maestros”, el poder fáctico de la casa, promoviesen el voto a mano alzada o que no se separasen de los “discípulos verso suelto” que podían votar al candidato “renovador” en lugar de al “apuntado y de Ley”...

Bueno, lo hasta ahora significado no tendría por qué finalizar en una “desatención al interés del alumno”, sino solo a que ese interés sea servido por unos en lugar de por otros. Al final, la “selección” estaba en hacerse con los favores del “elector” y no los del “Tribunal”, pero la selección existía.

Para mí, lo que me produjo un “estado de shock” fue el ejercicio reiterado de las posiciones de poder derivadas del escalafón en el día a día del servicio al alumno: la aprobación de los POD, los Planes de Ordenación Docente.

Una vez más, no puedo decir que es algo general. Todo lo contrario, tengo constancia de múltiples colegas completamente volcados con su responsabilidad docente. Pero lo que cuento ahora es una realidad experimentada en primera persona, anecdótica o no, según se quiera mirar.

He vivido en mis ya largos años dos formas de ejercicio del “escalafón” siempre en una posición de “último de la lista”. En una de ellas, en los años 90 y siendo muy joven, el “primero de la lista” asumía personalísimamente la responsabilidad de la docencia principal, el contacto con los alumnos y su evaluación; los “ayudantes” y colaboradores participábamos en tareas de apoyo, en algunas sesiones puntuales o en coberturas, pero la tarea principal de “enseñar” era del Sr. Profesor.

Muchos años después viví la experiencia contraria; siendo yo un colaborador más o menos “outsider” resultaba que éramos los “últimos de la lista” los que teníamos la carga docente con mayor relevancia (lo troncal) en el curriculo de los alumnos. En las reuniones para aprobación del POD los primeros de la lista elegían, claro; pero, para mi inicial sorpresa, en su elección se repartían todas aquellas obligaciones docentes que generaban el mayor número de créditos con la menor cantidad de esfuerzo, dejando la docencia “sustancial” a los últimos de la lista (sustitutos, interinos, etc.). Así, podías encontrarte a una “recién llegada” explicando las asignaturas troncales de la disciplina, mientras los “popes” tenían su docencia asignada en algún “programa de postgrado pintoresco” (que esta es otra guerra, la de los programas “pintorescos”).

Caminando por “el callejón” diversos amigos me escucharon pronunciar con amargura la terrible frustración, el fracaso personal, que para mí supondría que mis hijos decidiesen estudiar en aquel mismo centro al que yo me dirigía para cumplir mis obligaciones docentes. Conocer por dentro una institución es, en mi caso, demoledor: ¡bendita ignorancia!

Pero mi conclusión es que hemos generado un sistema en que el “interés que prima” en la Facultad de Derecho es el del propio profesor, el interés del aparato. No existe una estrategia de centro focalizada en generar el máximo rendimiento educativo y profesional para el alumno. No existe ni puede existir, porque toda la estructura está diseñada con otro enfoque. Bajo la apariencia de democratización se ha llegado a la irresponsabilidad; bajo la cobertura de la “libertad de cátedra” se ha llegado a la irresponsabilidad.

Espero y deseo que el modelo cambie; espero y deseo que mis “experiencias personales” sean anécdotas disfuncionales y marginales; espero incluso equivocarme al señalar estas carencias.

Mis conversaciones aquí y allá con profesores, alumnos, vicedecanos, decanos y ex-decanos..., no alimentan la esperanza. ¡Ojalá la Facultad de Derecho consiga encontrar su camino! Si el alumno no es el centro, y si la formación de juristas no es “excelente”, la sociedad seguirá observando como se debilitan sus intrumentos de garantía y como el ejercicio arbitrario del poder se hace más inmune a cualquier control. ¡Facultad de Derecho, te necesitamos! ¡Regenérate ya!

Que el alumno sea el “centro absoluto” de los intereses de la Facultad de Derecho no es una opción, no puede ser un “desideratum”: ¡es imprescindible y urgente!




Comentarios

  1. A

    Buenos días, quisiera felicitarle por su artículo porque es de gran interés y muy revelador para aquellos que desconocen la docencia. He estudiado Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y en cierta manera he podido comprobar lo que usted ha contado antes. Ahora soy estudiante de máster en la Carlos III. En la UAM, Solo dos profesores de tributario tenían la mentalidad alumno-cliente, en el sentido de hacer que el alumno se sienta atraído por la asignatura. Ellos solían decir algo como: "si suspenden muchos alumnos, es porque el suspendido yo al no haber conseguido que les interese la materia". Otros profesores también mostraban interés porque los alumnos sintiéramos la misma pasión que ellos por la materia, sin embargo, creo que solo han sido tres los que han demostrado este interés (aparte los dos anteriores de tributario). Los catedráticos que me han impartido clase y de los que he oído hablar de fuentes cercanas, a mi forma de ver, se desentendían de los alumnos. Llegaban a clase daban el discurso y se iban, sin más. Sin importar si el alumno estaba interesado o si en el examen final suspendía mucha gente. Para terminar, siento la obligación de mencionar a dos profesores de derecho laboral quien, a pesar de estar sobrecargados de trabajo, acudían a clase con ganas de enseñar y de captar la atención de sus alumnos. Saludos.

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