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Las constituciones en el mundo son, sin duda alguna, el núcleo y corazón del estado de derecho de toda nación. Dicho de otra manera, son el órgano institucional por antonomasia, donde se impulsa el espíritu de un país y que irradia a todo el organismo jurídico con su voluntad y valor último. Y Chile no ha sido la excepción.

Desde hace años, como es de conocimiento internacional, en nuestro país se ha vivido un proceso constituyente que, sin perjuicio de los fracasos iniciales, al parecer podría estar cada vez más cerca de encontrar puerto.

Sin embargo, el reciente desinterés y defraudación de la idealista ilusión con que todo comenzó, en parte asociada a los individuos de pocos escrúpulos que fueron protagonistas del mismo proceso constituyente, el modo violento y revolucionario en cómo se exigió su transformación legal, y de alguna manera también el entendimiento paulatino de que, al parecer los cambios constitucionales en Latinoamérica no habrían traído soluciones reales y efectivas para la vida de las personas, sino al contrario.

Es en este sentido que, vale la pena reflexionar un momento, y preguntarnos si, una buena carta de navegación transforma por sí misma a un pequeño barco pesquero en el gran Eclipse, o convierte ipso facto al presidente y a sus ministros, en un hábil capitán de alta mar y una capacitada tripulación. O en su caso, nos asegurará una mayor y mejor pesca, o nos protegerá eficazmente de los tiburones y demás amenazas marinas.

En mi apreciación, y mediante un acto tan elemental como examinar grandes cartas magnas imperecederas como la constitución de los Estados Unidos de América, la cual ha perdurado desde el siglo XVIII hasta le fecha, prácticamente sin cambios,  nos damos cuenta que, lejos de ser libros magnánimos que regulan la vida social y políticas públicas de una nación, se limitan a establecer los elementales valores republicanos de la separación del poder y la democracia misma, y asimismo reconocer los derechos fundamentales de los seres humanos que habitan en dicho país.

Lo cual significa que, los estadounidenses en algunas pocas páginas pueden decir lo que nosotros como país, pretendemos decir en cientos de ellas.

Es en este contexto que, la carta magna norte americana otorga una poderosa lección a Chile. Lo esencial jamás es extenso, y la perdurabilidad de los textos se sustenta en que todo en ello nos une y representa como sociedad, y para ello, la extensión de ellos no es un asunto baladí sino que uno primordial.

La próxima constitución chilena debe circunscribirse al Estado de Derecho y derechos fundamentales en su esencia, relevando a la Ley y los reglamentos la labor, no menos ardua y compleja, de definir y dotar de sentido a la Carta Magna.

Lo anterior, reviste la mayor importancia, por cuanto las Constituciones tienen por sí misma la voluntad de perdurar en el tiempo por la identificación transversal que debe suponer para una nación.

Empero, cuando se pretende elevar todo principio y reflexión jurídica en un ámbito constitucional, caemos en un difícil frente de baja presión, espumosas olas, y se ve forzosamente convertida en un instrumento legal fútil, pasajero, y por sobre todo, de fácil naufragio.

Esto es, si intentamos convertir a la futura constitución en un instrumento de política pública, estaremos convirtiendo la carta de navegación del futuro que queremos, en un manual para el uso de cabos, limpieza de cubierta, mientras que seguimos viendo a las estrellas de la noche, enceguecidos por su gran brillo, a la deriva.




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