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Con mayor frecuencia de lo que uno piensa se contraen obligaciones -en ocasiones de extraordinaria trascendencia- sin ser plenamente conscientes de ello. Se firman continuamente documentos sin haber leído detenidamente los compromisos que asumimos con nuestra rúbrica. Pero es que, incluso leyéndolos, podríamos estar adquiriendo responsabilidades que no deriven de la letra del contrato, sino de la propia ley.

Conviene recordar que, por muy injusto que en ocasiones parezca “la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento”, tal y como resulta del artículo 6.1 del Código Civil. Razones de seguridad jurídica así lo imponen[1].

Esto es precisamente lo que ocurre cuando, con la mejor de las intenciones, consentimos ser avalistas de la obligación de otro. Aclarar previamente, como ya hizo el Tribunal Supremo en Sentencia de 5 de noviembre de 1998, que el término “aval” se limita exclusivamente al ámbito de la letra de cambio, aunque habitualmente el uso de este vocablo se extiende a la figura de la fianza bancaria.

Pues bien, cuando uno decide ser avalista, probablemente conoce que tendrá que responder con su propio patrimonio en caso de impago del deudor. Es posible que conozca también que tal responsabilidad se extiende a todos sus bienes, presentes y futuros e, incluso, que le hayan informado de que el carácter solidario de la obligación y la renuncia a los beneficios de “orden, excusión y división” (que habitualmente figura en este tipo de contratos) implica que podrá el acreedor dirigirse contra el avalista antes que contra el deudor; que podrá hacerlo a pesar de que el deudor tenga bienes en su patrimonio y que responderá, en su caso, solidariamente con otros posibles avalistas.

Pero frecuentemente desconoce que, si fallece sin haber el deudor satisfecho su deuda, transmitirá su posición de avalista a sus herederos.

Debe advertirse que la herencia comprende todos los bienes, derechos y obligaciones de una persona que no se extingan por su muerte (art. 659 del Código Civil). Pues bien, el aval (o la fianza) es una garantía personal, pero no una obligación personalísima, sino que tiene carácter patrimonial, siendo por ello susceptible de transmitirse a los herederos siempre que la obligación principal subsista al fallecimiento del avalista. En efecto, no contempla el Código Civil el fallecimiento del avalista (del fiador) como causa de extinción de la obligación.

La transmisibilidad mortis causa del aval o la fianza es acogida por los tribunales españoles. A modo de ejemplo, la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife, en sentencia 113/2020 de 10 de febrero así lo expresa: “la obligación de fiador o avalista se incluye en el patrimonio del garante que se transmite en bloque a los herederos a su fallecimiento, de manera que es esa obligación (que no es personalísima), y no solo las deudas concretas ya generadas y avaladas en el momento del fallecimiento, la que se transmite al heredero como consecuencia de la muerte del fiador, por lo que los herederos que han aceptado la herencia adquieren esa misma condición”.

En el mismo sentido se pronuncian las sentencias de la Audiencia Provincial de Castellón de 22 febrero de 2008, de la Audiencia Provincial de Cádiz de 23 de noviembre 2000 o la sentencia de la Audiencia Provincial de Toledo de 10 de noviembre de 1998.

Desde un punto de vista práctico, el clásico ejemplo es el del hijo que necesita financiación para adquirir una vivienda y al que el Banco exige, por no considerar suficiente garantía la constitución de una hipoteca, un avalista para concederle el préstamo. El padre, por ayudar a su hijo a tener su propia vivienda, consiente en convertirse en avalista, con todas las consecuencias que ello comporta.

Y es que las consecuencias son muchas. Como hemos apuntado, si el deudor deja de pagar el préstamo, podrá el Banco dirigirse contra el avalista y embargarle -llegado el caso- todos sus bienes, arruinándose en vida.

Pero ¿qué pasa si el avalista fallece? Supongamos que el avalado deja de cumplir con su obligación de pago una vez fallecido su padre (avalista). Supongamos también que los únicos herederos del avalista fuesen sus dos hijos y que el “no avalado” hubiese aceptado la herencia de su padre pura y simplemente. El impago de la deuda por parte de su hermano provocará que el acreedor pueda dirigirse contra todos sus bienes (no solo contra los heredados de su padre), por haber adquirido la condición de avalista del causante. Todo ello, seguramente, sin ser consciente de lo que la aceptación pura y simple de la herencia suponía.

Como vemos, el aval puede arruinar no solo al avalista, sino también, en su caso, a los herederos de éste. Pues solo en el caso de haber aceptado la herencia a beneficio de inventario responderán los herederos únicamente con lo que reciban de la herencia del causante. Si la aceptación es pura y simple responderán también con sus propios bienes.

Generalmente los bancos exigen aval para la concesión de un préstamo hipotecario cuando se dan una serie de circunstancias como son: insuficientes ingresos regulares del prestatario, carecer de contrato de trabajo estable e indefinido, cuando se solicita financiación de más del 80% del valor del inmueble, cuando la cuota hipotecaria supera el 30% de los ingresos netos del cliente o en otras situaciones análogas que supongan cierto riesgo para la entidad.

En ocasiones no hay otra opción que asumir la constitución del aval si se quiere adquirir la propiedad un inmueble. Ahora bien, conociendo los riesgos inherentes a dicha garantía, resulta muy conveniente pactar con el banco la limitación del aval. Limitación que puede consistir en que se extinga automáticamente el aval en el momento en que se haya devuelto una cantidad determinada del préstamo o que el avalista responda solo de un porcentaje de la deuda pendiente o de una cantidad determinada.

Y si el Banco no me concede la limitación del aval (lo cual quiere decir que desconfía plenamente de mis posibilidades para hacer frente al pago del préstamo) considero que lo primero que debo plantearmen es si merece la pena poner en riesgo el patrimonio del avalista (y de los herederos de éste, en su caso) para adquirir la condición de dueño. Al mismo tiempo, aquel que se plantea ser avalista debe tener muy presente los riesgos que la constitución del aval conlleva. Riesgos que, someramente, quedan expuestos en estas líneas.

 

[1] Sobre el primer inciso del art. 6.1 CC decía García Amigo (1997: 145): si se quiere hallar la ratio de ese precepto, «[…] esta no se encuentra ni en el conocimiento efectivo, ni en la presunción del mismo, ni siquiera en la publicación de las leyes que brinda la posibilidad de conocerlas: el deber de cumplir deriva inmediatamente de la obligatoriedad de la norma, y, en último término, se fundamenta en la seguridad jurídica». Igualmente, el Tribunal Supremo fundamenta en «razones de seguridad jurídica» el principio de ignorancia de la ley, entre otras, en SSTS de 21 octubre de 2013 (RJ 2013\8057), o de 9 julio de 2015 (JUR 2015\198595).




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