Esta expresión, que antaño fuese más propia del mundo del toreo, se escucha ya por los pasillos de Juzgados y Colegios de Abogados entre aquellos compañeros de mayor antigüedad que han conocido las entrañas de nuestra profesión.
La imagen tradicional del Abogado, como profesional de reconocido prestigio, valioso para la sociedad y defensor de los derechos de los ciudadanos, ha ido aparejada con el disfrute por nuestra parte de cierta solvencia económica y pertenencia a sectores sociales acomodados.
Sin embargo, actualmente, y no es un secreto, la profesión pasa por uno de sus momentos de mayor inseguridad, incertidumbre y hasta desprestigio.
Mientras otras profesiones mantienen su orgullo, su unidad y la defensa de sus intereses propios, sirva de ejemplo los profesionales médicos, los ingenieros, o los arquitectos, nuestra profesión adolece cada vez más de eso mismo, enferma de un cainismo alarmante que, cual cáncer, amenaza con destruir, desde dentro, las bases de la abogacía.
Así, cuando dos compañeros se cruzan es frecuente que se transmitan el uno al otro la desazón y el sentimiento de abandono que predomina en el grueso de los letrados, los que pilotan su propio despacho sin abusar de becarios, hacer carroñeras ofertas comerciales, o saquear los bolsillos de sus clientes con mentiras torticeras.
Y habrá aquí quien alegue que para resolver nuestros desmanes nos dirijamos al Colegio de Abogados respectivo. Argumento que por lógico no debemos dar por absoluto, y a la historia reciente de los colegios de abogados podemos remitirnos. No podemos olvidar que nuestros colegios son entidades de carácter administrativo con una atribución de competencias apabullante que en muchos casos les aboca a convertirse en un elefante que se arrastra para el desempeño de sus funciones.
Abunda en ello que los padecimientos de los abogados sean más profundos que los que pudiera resolver uno u otro colegio, aún en el mejor de los casos.
Perdida millonaria de los fondos de la mutualidad de la abogacía, bajada de las retribuciones por el trabajo realizado en el seno del turno de oficio, ninguneo por parte de las administraciones locales, autonómicas y estatales en cuanto a las fechas e importe de los pagos por los servicios prestados, inseguridad frente a actuaciones judiciales o procesales inapropiadas, necesidad de una formación constante y actualizada a un precio razonable, y falta de criterio a la hora de determinar los honorarios privados por la llevanza del caso.
Estos son algunos de los problemas más alarmantes que nos atañen y sobre los cuales los Abogados estamos lejos de dar respuesta, más que achacarlos con estupidez al Colegio de Abogados oportuno.
Sí, es cierto, el Colegio tienen una función más extensa que la de organizar, con cierto recochineo, partidos de pádel, campeonatos de golf o firmar acuerdos insustanciales con otras corporaciones.
Lo que precisa el Abogado es un organismo que le defienda y represente de forma independiente, sin morderse la lengua, dándole respuestas sobre cuestiones que van a determinar la subsistencia de la profesión en sí misma.
En algunos foros se vislumbra incluso la idea de constituir un sindicato específico que pueda complementar esas funciones colegiales que, por ambiciosas, no se desarrollan en su plenitud. Una organización cuya fuerza resida en la unidad de sus miembros, ajena a intereses particulares o de terceros.
Por lo tanto, para finalizar, este letrado desea que, contrariamente a sus vaticinios, la abogacía vuelva a ser una profesión lustrosa a la que pertenecer con orgullo, que garantice la viabilidad económica de sus profesionales en condiciones honrosas y dignas de trabajo, dando valor a nuestra sociedad sin miedo, tibieza ni desamparo.
Y tu hijo va a ser abogado? Ojalá que sí