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La mayor parte de los mortales, se gana el pan con el sudor de su frente. Los de nuestro oficio, somos de poco sudar por la frente. Lo hacemos en toda nuestra extensión corporal, gracias al uso de las togas compartidas que tenemos a nuestra disposición en las Salas de Togas de las sedes judiciales en las que actuamos. Y en esta época del año, la cosa del sudar llega a su punto más álgido. Quedan ya pocos días para terminar la temporada y en nada (uno de agosto) llega el periodo de inhabilidad procesal más largo del año. La temperatura en el exterior de las sedes judiciales llega a tropecientos grados a la sombra y nosotros que somos unos cachondos, cuando llegamos a la sede judicial, corremos raudos a abrigarnos añadiendo a la vestimenta de calle, una magnífica toga que viene a incrementar nuestra calidez corporal en unos pocos grados más. Y en esa tesitura, toca correr de una sala para otra, tratando de conseguir el milagro de celebrar un par de juicios en horario totalmente incompatible y otras gestas de parecida índole... El efecto sauna pues, está garantizado.

Y eso que puede parecer poco menos que un martirio, tiene sus ventajas. Una y muy básica, la de la sauna gratuita. Otra mucho más sublime, es la adquisición por fusión de los fluidos corporales que ha dejado impregnados en la toga el compañero que ha hecho uso de la misma antes que nosotros. Estos fluidos son portadores y por ende comunicadores de toda su sabiduría, experiencia, saber ser y estar en la Sala… Son, sin duda, la máxima expresión del compañerismo entre colegas. Un privilegio del que solo podemos gozar los colegiados del Ilustre Colegio que no usamos o tenemos toga propia. Y yo nunca he tenido toga propia. Por convicción y porque soy de aprovecharlo todo, incluidos estos efluvios portadores que en tanto han contribuido a formar mi espíritu profesional hasta convertirme en un veterano de esta magnífica profesión que a pesar de los disgustos que a veces nos da, me sigue teniendo atrapado tras años y más años de togas sobadas y sudadas a base de la inversión de horas y más horas de cuantos nos dejamos la piel tratando de defender a nuestros semejantes (o no tanto) como buenamente sabemos y podemos.




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