Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
A todos los representantes públicos se les llena habitualmente la boca predicando contra el fraude fiscal y proponiendo más medios para la “lucha” contra él. Pareciendo que tal fraude es un problema de los demás, y que solo ellos saben y pueden resolver en gran medida. Los medios de comunicación difunden el mensaje, e incluso lo magnifican, con profunda convicción y escasas matizaciones. Y “el pueblo”, hace seguidismo de la idea, pero adaptándola a sus circunstancias e intereses. O sea que la conjura es total, contra eso que llaman “fraude”, y que en todo caso debe ser un problema abstracto, o en cualquier caso ajeno. Curioso ¿no?
No quisiera incurrir en generalizaciones injustas, me consta que hay honrosísimas excepciones… que las confirman. Pero la observación interesada y la experiencia cercana –por mi profesión– me lleva a sostener lo anterior como regla de muy amplio espectro y hondo calado.
Tampoco pretendo criticar que se combata el fraude fiscal, ni restar importancia al problema subyacente. Al contrario, lo que propongo es que se reflexiones para poder plantear soluciones eficientes, esencialmente: conociendo de lo que se habla –y hablar de lo que se sabe–; llamar a las cosas por su nombre; poner las cosas en su debido orden; y que todos seamos coherentes y consecuentes.
Antes de nada: al pan pan, y al vino vino
Se atribuye a Antonio Machado la frase: “si cada español hablase de lo que entiende, y de nada más, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio”. Pues eso. Aunque entiendo que es mucho pedir, tanto para los políticos como para los periodistas. Al menos se podría pedir alguna disposición al rigor, y si no a rectificar. Para ello muchas veces podría bastar con preguntar a “los que saben”, antes o incluso después de haber hablado. Aunque tampoco está muy claro quienes sean éstos que se supone que saben de tributos, por lo que la solución es necesariamente incierta, pero al menos el intento exculpará del error.
Volviendo a la cuestión –el “fraude fiscal” como causa de todos los males que nos asolan, y la “lucha” contra él como solución mágica a la situación económica–, la primera manifestación habitual de demagogia imperante es llamar fraude a lo que no lo es. Porque “aplicar la ley” en la forma más favorable a los intereses del contribuyente, no es fraude. La “planificación fiscal” no es fraude fiscal, sino cumplimiento de la ley fiscal de la manera más conveniente a los intereses del contribuyente. El fraude es fraude, y para serlo requiere engaño o vulneración de la ley. Solo entonces y de acuerdo con las previsiones legales se puede “corregir” la solución fiscal para aplicar la alternativa que se ha pretendido evitar.
Por eso es inadmisible que se generen grandilocuentes críticas y debates, políticos y periodísticos, sobre tal o cual fraude, defraudador o empresa –naturalmente perversa y defraudadora, sobre todo a medida que es más grande e internacional–, para reconocer en el mismo debate que “todo lo que hacen es legal”. Si es legal y su resultado no gusta, cabe si acaso la crítica al legislador, pero no al contribuyente que legal, y legítimamente, minimiza en lo que puede su carga fiscal.
Las cosas por su orden: primero el ejemplo del Estado y sus administradores
La segunda manifestación de demagogia con la cuestión del manido “fraude fiscal”, y más grave en mi opinión, es el enfoque normalmente unidireccional desde la perspectiva pública. La habitual consideración del fraude mira desde la Administración inmaculada al contribuyente presunto defraudador. Y más demagógicamente cuanto más centra la mirada, a través de un interesado “canuto”, en determinadas tipologías de contribuyentes, pretendidamente enemigos del Estado.
En efecto, el principal error de enfoque en el que suelen incurrir los políticos de todos los signos, es centrar el problema del fraude exclusivamente en reprobables comportamientos de los contribuyentes. Obviando que la laxitud de la conciencia moral de una sociedad es reflejo de la del Estado que trata de imponer el correspondiente sistema tributario. Siempre me ha resultado muy significativo el título de un libro del insigne profesor alemán Klaus Tipke (traducido al Español por el profesor Herrera Molina): “Moral tributaria del Estado y de los contribuyentes”. Es necesario incidir, a pesar de su evidencia, que este breve pero intenso tratado de la cuestión ética y moral relacionada con los tributos: a) es general, o sea, no es un problema hispano o latino, sino que se plantea “incluso” en la disciplinada Alemania; b) es un problema que debe proyectarse desde una “perspectiva conjunta” o “bidireccional” para su adecuada comprensión, es decir, debe incluir también necesariamente la perspectiva moral o ética del “sujeto activo” de la relación tributaria, el Estado; y, c) más aún, el análisis y depuración de la moralidad del Estado es necesariamente previa, y condición sine qua non del análisis subsiguiente y correlativo de la moralidad de los contribuyentes.
En definitiva y simplificando, no se puede pretender una alta conciencia general de cumplimiento del deber de pagar impuestos, de cumplir escrupulosamente con las leyes tributarias, si no existe la “percepción” sociológica general de que: a) el sistema legal que configura los impuestos es “justo”; b) el consecuente conjunto de los impuestos se aplica por parte de la Administración de manera correcta y eficaz, por tanto consiguiendo ese pretendido objetivo de “justicia”; y, c) que la utilización de los recursos públicos es transparente, eficaz y útil.
El sistema tributario y su aplicación es un tema técnico y complejo, que requiere más espacio del que ahora nos proponemos ocupar. Por lo que lo dejaremos para otra ocasión.
Pero la naturaleza del tercer punto tiene un alto componente psicológico y socio-político. Se trata del uso que se hace de los recursos públicos –del dinero recaudado mediante los impuestos –. Uso que lógicamente se rige por unas normas y procedimientos. Pero del que los ciudadanos-contribuyentes tienen una percepción directa, más intuitiva y con un mayor sesgo de subjetivismo. Es decir, es más fácil ver y juzgar, cómo y en qué se gasta el dinero, que en cómo se recauda. Por ello, por ejemplo, siendo la corrupción y el derroche del dinero público percibidos por la sociedad como muy altos y problemáticos, también se perciben como escasas o insuficientes las medidas para su erradicación o reducción real y efectiva. Y en consecuencia crece la propensión incumplir las obligaciones fiscales, y hasta se llegan a “justificar” –al menos se intenta–: “total, para que lo roben ellos me lo quedo yo”… son ejemplos de frases que todos hemos podido escuchar.
En este ambiente, la lucha contra el fraude se torna cada vez más impositiva y combativa, apoyada en la coerción o “potestas” del Estado. En lugar de tratar de ser ejemplarizante y pedagógica, desde donde se pudiera legítimamente apelar a la virtud y a la responsabilidad, desde la “auctoritas”. Se termina considerando, o al menos haciendo ver, que el único medio es el miedo –terror fiscal–, en lugar del compromiso y la utilidad. En una deriva de “dislocación social” en materia tributaria, que se proyecta claramente en la contraposición Administración-contribuyente (cuando la primera debería percibirse como un instrumento al servicio del segundo, en lugar de ambos enemigos públicos recíprocos). Que también se traslada a los diferentes “perfiles socio-económico tributarios” artificialmente creados y contrapuestos entre los contribuyentes.
Y después los contribuyentes: de la autocrítica a la autoconciencia
Esto último nos lleva a la tercera manifestación de la demagogia en la lucha contra el fraude. Que se difunde e impregna en la mayoría de los contribuyentes y se utiliza políticamente, alimentada por los medios. Consiste en la constante convicción y difusión de que “son los demás quienes deben pagar más impuestos”. La mayoría asume apodícticamente que la carga tributaria recae prácticamente en su totalidad sobre uno mismo, a quien debiera rebajársele. Evidentemente es una exageración, pero en diferentes grados y modos subyace esta consideración en muchos contribuyentes que opinan sobre la cuestión, tanto el foros públicos como “en la calle”. Pocos –por no decir nadie– perciben que estén sometidos a una leve y cómoda presión fiscal, y que deberían subírsela. Por el contrario son muchos –o todos– los que entienden que hay “otros” que podrían y deberían pagar más. Y esos “otros” se categorizan además, en cumplimiento de los mejores manuales de demagogia social, en grupo socio-económicos escogidos con mayor o menor –más bien– criterio y rigor: “los ricos”, “los bancos”, “las multinacionales”, “los autónomos”…. Eso es una evidente manifestación de demagogia por simplificación, que es utilizada para arengar a las masas, de unas u otras clases según el “agitador” que las propugne –del partido político o posición ideológica al que pertenezca–.
Y al fin, con estos mimbres interiorizados por reiteración, la demagogia deviene en hipocresía. Tanto a nivel institucional como estrictamente particular. Puesto que mientras muchos reclaman el cumplimiento escrupuloso de los impuestos “por parte de los demás”, resultan particularmente laxos en relación con sus propias obligaciones, directas o indirectas. La economía sumergida sí es una forma real y concreta de fraude por ocultación o falsedad, que se estima que puede alcanzar casi una cuarta parte del PIB. Pero eso no quiere decir que solo una cuarta parte de la población esté “implicada”. Al contrario, me atrevo a asegurar que la implicación –y por tanto cierta culpa y responsabilidad– se extiende a la mayoría de la población. Porque tan importante proporción de la economía no puede generarse de manera cerrada en un segmento de población. Dicho de otro modo, los “defraudadores” no se relacionan exclusivamente entre sí. Sino que venden bienes o prestan servicios a otros muchos, que participan animosamente del mecanismo defraudatorio, satisfechos por el ahorro conseguido. Lo cierto y lamentable, es que es mayoritaria la contribución a diversas formas de fraude. Al tiempo que es mayoritaria la crítica firme a “otros defraudadores”, porque en esto se llega incluso a hacer categorías de defraudadores, buenos y malos.
Se puede decir, y suele ser la “excusa” que cada uno de esos fraudes aisladamente son cuantitativamente insignificantes. Y seguramente sea así. Pero la suma es ciertamente significativa. Pero sobre todo tiene el peligro de desensibilizar, y de hecho lo consigue. Claro que la batalla es aún más compleja, pues el propio legislador lleva años contribuyendo con regímenes “idóneos” para la articulación de mecanismos de fraude (signos, índices y módulos…).
Conclusión
Con todo, podríamos sintetizar que una verdadera y eficaz lucha contra el fraude, previa definición precisa del mismo, pasa más por “predicar con el ejemplo” –empezando por el Estado y terminando por los contribuyentes particulares–, que por la “guerra total” –o tirar piedras sin estar libre de culpa–. Porque además, los costes y efectos de desgaste de esta guerra para la economía y sus actores acaban siendo perjudiciales para todos.
La demagogia de la lucha contra el fraude tiene “tintes muy particulares” en el ámbito internacional. Así que lo dejamos para la siguiente entrega…