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Lenta, pero inexorablemente, va calando en nuestros abogados que los conflictos no se judicializan, sino cuando es, absolutamente, inevitable. Sin embargo, lo que está costando más es que esta idea cale en según qué clientes. Los conflictos –como las emociones- han de gestionarse a fin de conseguir que las partes –nuestros clientes- realicen aquellos intereses que les llevaron a contratar...Y una demanda puede ser el mejor medio para dar al traste con tales intereses, a pesar de que fue puesta por el abogado con la mejor intención, sin duda, de acuerdo con su lex artis, y, en no pocas veces, atendiendo al imperioso reclamo de su mandante.

En contratos como el de construcción es precisa una actividad intensa por parte del contratista y del resto de los profesionales involucrados, a fin de que el interés del dueño de la obra quede satisfecho, pero, no debe olvidarse, también el de todos los profesionales comprometidos.

La prestación del contratista es compleja, implica un proyecto –que expresa el interés del dueño de la obra que ha de satisfacerse- y un proceso crítico de ejecución del mismo, que supone el desarrollo de una actividad, que involucra a un buen número de profesionales, y que, inevitablemente, se dilatará en el tiempo, pues el objeto de la prestación, literal y propiamente, ha de hacerse. Y una vez se haga, deberá ser conforme con el interés del dueño de la obra, que deberá aceptarla.

No es preciso tener dotes adivinatorias para anticipar que durante la ejecución del contrato se producirán problemas, de diversa intensidad y gravedad. Es un proceso crítico, luego tendencialmente conflictivo. Y como así es, el abogado de este siglo, cuando recibe el encargo de redactar el contrato, ha de partir de esta certidumbre, como una de las “cuerdas” sobre la que lo confeccionará.

Es decir, ha de prever los conflictos que se plantearán, así como el medio más adecuado para gestionarlos; de modo que, en todo caso, el interés de las partes no naufrague en el intento, sino que acabe realizándose. Al fin y al cabo, es un contrato, consiste y sirve -he de reiterarlo- para realizar los intereses de las partes, y prever, gestionar y superar los conflictos que puedan impedir su realización.

Obsérvese que, deliberadamente, he evitado utilizar el verbo “solucionar”. Y lo he hecho a fin de huir de un modo de razonar propio de un abogado formado mos clasicus, según el cual los problemas, cuando surgen, se juridifican –se subsumen en lo lícito según derecho o contrato-, se judicializan –demandándose al Juez o árbitro su solución según derecho- y su solución se jurisdiccionaliza –pues se contiene en una sentencia o laudo, que obliga a su cumplimiento voluntaria o coactivamente. Desde luego, no pretendo ni criticar, ni menospreciar a este método heterocompositivo, ni menos prescindir de él. Al contrario, necesariamente, ha de existir, pero para que sea eficaz, con toda su intensidad, tan sólo ha de recurrirse cuando el conflicto no pueda enfrentarse más que mediante esta solución.

Mientras no se llegue a tal situación –de nuevo- crítica, las partes deben implicarse ante cualquier desavenencia que surja entre ellas, a fin de crear la regla, modo o forma que consideren más adecuada para superarla. Incluso, si fuese necesario, sustituyendo la cláusula contenida inicialmente en el contrato, por otra más acorde con su necesidad, o bien, pactando otra nueva. La ductilidad o plasticidad propia de la libertad de pactos exige su uso inteligente. Desde luego, el problema más grave se plantea cuando la inteligencia se encuentra afectada por emociones, o por conductas que dificultan o entorpecen una decisión racional. En tal caso, el riesgo de perder el control racional del problema (desapoderarse) tendrá graves consecuencias para los interesados. Es en este momento en el que han de entrar en juego los mecanismos previstos en el contrato para el tratamiento del conflicto. Es en este momento en el que el abogado, en tanto que especialista en el tratamiento de los conflictos, se hace necesario y debe aparecer…pero no para proponer un pleito, si no aquellos medios, técnicas o procedimientos que, según su formación, considere más adecuados para su superación.

En el ámbito de la construcción se revelan como medios eficientes, al menos, los siguientes: contract mangement, Dispute board o Dispute avoidance, así  como la mediación. Todos ellos comparten un denominador común: prever el conflicto como algo normal e inevitable, así como contemplar estrategias ex ante para afrontarlo y gestionarlo de forma inteligente cuando se presente.

En consecuencia, las cláusulas del contrato evidenciarán no sólo la disposición de las partes para cooperar entre ellas para la realización de su resultado común –que no adversarial- sino, y además, cómo interactuarán entre ellas cuando durante el proceso de construcción se planteen cualquier conflicto. Desde esta perspectiva, el contrato será un reflejo de su patente voluntad común de cooperar para alcanzar un resultado, de su compromiso de afrontar por ellas mismas la solución de todo problema que pueda surgir, y, en suma, de no desapoderarse de la gestión y solución de los mismos.

Y con este propósito pueden llegar a incluir en el mismo de una cláusula por la que renuncien a la jurisdicción, y dispongan, para caso de conflicto, que serán ellas mismas quienes se implicarán en su tratamiento, bien con la asistencia de un mediador, a quien, incluso, podrán facultar para que, en si no son capaces por sí mismas de superar el conflicto, actúe como conciliador y les proponga una posible solución (fórmula híbrida: mediaconcilia), o, incluso, para que actúe como árbitro (fórmula híbrida: medarb). En todo caso, el abogado, como experto en prevención y gestión de conflictos, habrá estado asesorando a su cliente para que su interés se realice propiciando la colaboración y cooperación con el otro u otros contratantes.  




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