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Es creencia generalizada que en muchos ámbitos de nuestra vida se están imponiendo el insulto, la simplificación y la banalización como sustento y expresión de las opiniones. Sin excepción alguna, las opiniones basadas en estos recursos pretenden sin éxito enmascarar la ignorancia de quiénes las sustentan y la ignorancia nace, en muchas ocasiones, del desinterés. Desinterés por la historia, desinterés por la antropología, desinterés por la filosofía, desinterés por la verdad. Tiendo a resistirme a aceptar y a compartir esta creencia, pero hay ocasiones en que me tengo que rendir a la evidencia.

En el artículo publicado hoy en el periódico El Mundo bajo el título “El peor oficio del mundo”, su autor usa sin disimulo y sin contención alguna todos esos recursos para juzgar y condenar la profesión que ejerzo y desde hace cuatro años represento en la comunidad madrileña: la abogacía. Por más que el autor presente su caricatura de este oficio como un relato de ficción, no deja de ser una perorata agresiva y denigrante, que queda lejos de Quevedo y otros de nuestros satíricos de la tradición áurea.

La jurisprudencia sostiene que el ejercicio de los derechos, incluso los fundamentales, tiene su límite en los derechos de los demás. Esto se aplica también a la libertad de expresión, en la que siempre se amparan quiénes hacen en la política, en el periodismo, en el ejercicio de cualquier profesión o en la vida cotidiana de ese estilo agresivo e insultante su “modus opinandi”. El articulo al que me refiero simplifica, para denigrarla e incurrir en errores crasos, la misión, la finalidad y los valores de la abogacía, olvidando que la profesión que denuesta es, en gran medida, autora y artífice de la libertad de expresión que le ampara.

A pocos días del 40 aniversario del vil y cobarde asesinato de los Abogados de Atocha, sacrificados por defender la democracia que luego nos proporcionó a todos –también al autor del artículo- el derecho a la libre expresión de nuestras ideas y opiniones, sus simplistas y subjetivas afirmaciones, o su fallida sátira, sobre los abogados resultan aún más injustas, si cabe. Nuestra Historia más reciente ha sido testigo del papel crucial que la abogacía ha jugado en la Transición Española y en la victoria de la democracia en nuestro país. Junto a los Abogados de Atocha, otros abogados como Adolfo Suarez, Felipe González, Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Miquel Roca y muchos más han sido los escultores de nuestra Constitución que consagra nuestros actuales derechos y libertades. La Historia Universal es testigo, en fin, del papel esencial de los abogados en la evolución de la civilización y en la conquista del Estado de Derecho, desde la Grecia y la Roma clásicas, pasando por Portalis, Bentham, Savigny, Locke, Kelsen y tantos otros, hasta nuestros días. Nombrarlos a todos sería imposible, pero como para “muestra basta un botón”, recordemos al abogado Abraham Lincoln, impulsor y artífice de la abolición de la esclavitud, y al también abogado Mahatma Gandhi, autor de la independencia del pueblo hindú del imperialismo británico. Más cerca, tenemos el trabajo silencioso y diario de los abogados y abogadas de nuestro nunca suficientemente reconocido Turno de Oficio, emblema de la abogacía, quienes sin retribución digna y por pura vocación garantizan los derechos de los más vulnerables y necesitados.

Será por todo esto por lo que el jurista y filósofo francés Voltaire dijo que él hubiera querido ser abogado, porque es la más bella profesión del mundo.




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